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Nuestra América, Hispanoamérica, Iberoamérica o Latinoamérica no se ha caracterizado por la excelencia de las prácticas democráticas a través de la historia en los diferentes países que la componen. Es cierto que algunas de las naciones de ese gigantesco mosaico han gozado de periodos de relativa tranquilidad entre golpe y golpe. Pero también tenemos ejemplos de países desgraciados que siguen sin levantar cabeza en lo concerniente a los derechos de sus ciudadanos. Cuando no han sufrido la opresión de las botas militares han sido gobernantes sin escrúpulos quienes han exprimido la riqueza y las cuentas en su propio beneficio a costa de la pobreza generalizada. Aún se oyen voces echando la culpa de tantas miserias al estigma de los españoles conquistadores y criminales, dicen, pero olvidando que han transcurrido ya más de doscientos años desde las respectivas independencias, tiempo suficiente como para ordenar aquello un poco con sus propios medios y sus propios mandatarios.
Venezuela no ha sido una excepción. No han faltado gobernantes corruptos ni militares golpistas alternándose en el poder. Con todo, también ha habido etapas de notable florecimiento económico y cultural. Desde Chávez para acá se ha enarbolado la figura del Libertador, cuya compleja y manipulable biografía me temo que no conocen más allá de unos cuantos tópicos convenientemente manoseados, como símbolo de gloria y florecimiento de la bolivariana etapa de prosperidad. A la vista están los resultados: una dictadura que, como todas las que en el mundo han sido, aspira a eternizarse en una perpetua Navidad basada en pobreza, violencia y corruptelas. Pronto los narcogobernantes venezolanos se quedarán sin súbditos sobre los que ejercer la tiranía. El éxodo se cuenta por millones y supera las plusmarcas de transterrados. Ayer en Salamanca un buen número de ellos volvió a congregarse para pedir nuestro apoyo y solidaridad.
Ahora me pregunto qué será de aquellas monjitas que conocí y a las que admiré por su entrega a los más necesitados: las que enseñaban en escuelas de los ranchitos alrededor de Caracas, las que regentaban parvularios y comedores infantiles en Isla Margarita, las que atendían a pobres y ancianos en los asilos de Puerto Ordaz y Ciudad Bolívar, las que compartían las miserias y proporcionaban consuelo a los indígenas de Caicara del Orinoco, las que me facilitaron un vuelo arriesgado sobre la selva en una destartalada avioneta repartidora de alimentos camino de Canaima. A algunas, las más ancianas, sus responsables religiosos las han estado enviando a España para que durante unos meses pudieran reponerse tras haber superado un largo régimen de arroz y galletas por todo alimento. Dudo de que su bienestar se encuentre entre las prioridades sociales del dictador Maduro.
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