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La semana ya va por el miércoles y no se disipa el guirigay político-musical que estalló en la noche del sábado. La polémica iniciada a raíz del desafiante mensaje emitido por la televisión pública española contra la participación de Israel en el Festival de Eurovisión ha desencadenado una tormenta nacional en la que cada partido y prácticamente cada españolito o españolita aprovecha para reciclar sus argumentos tribales –«tú malo, yo bueno»- y meterse en el fregao.
Miren, no sé. Había decidido ponerme las katiuskas para entrar en este charco y ya me empiezo a arrepentir cuando voy tan solo por el segundo párrafo, porque veo que no voy a llegar a ninguna conclusión. Me acuerdo de aquellos tiempos en los que el certamen se seguía en familia, no había chispas ni ventiladores industriales y el festival de Eurovisión era poco menos que un plebiscito nacional. España no ganaba nada en el deporte y esto de la música parecía la oportunidad de encontrar reconocimiento. Hace pocos días se estrenaba en una plataforma la serie que recrea el triunfo de Massiel en el Festival de 1968 y los intereses del régimen franquista en buscar aceptación en Europa a través de una canción, el «La, la, la». Pues bueno, imagino que con la velocidad a que va todo, la miniserie «Melodía de Gaza» ya estará buscando financiación y haciendo castings. Para el guión, seguramente esperen un poco hasta que se despeje la humareda.
Si se despeja, que intuyo que nunca sabremos todo lo que ha pasado. A lo que iba es que la injerencia de los intereses políticos en este festival no es algo que nos pille de sorpresa. Y la utilización de la tecnología en las votaciones populares alimenta todo tipo de sospechas. RTVE ha pedido el VAR y denuncia oscurantismo en el sistema del televoto, insinuando que Israel podría haber actuado o influido para castigar a España en su posicionamiento y, de paso, impulsarse hacia ese triunfo que casi rozó.
Este año los debates sobre la idoneidad de la canción han sido remplazados por la habitual trifulca partidista en la que cada cual intenta atizar al rival donde más le duele. Los directivos de RTVE debían saber que su mensaje al inicio de la retransmisión podría costar caro a la candidatura de España por varias razones. Hay otros lugares y otros momentos. Para empezar, si el primer patrocinador del evento es una empresa de cosméticos israelí, tal vez no sea la mejor idea tocar las narices a quien pone la pasta. Y en segundo lugar, ese sospechoso amplio respaldo a la canción de Israel por parte de los espectadores españoles olía a movilización de móviles anti Sánchez, que es lícita. Pero luego estuvo el ridículo respaldo internacional a la propuesta española, en el que nunca sabremos si hubo mano negra a modo de venganza tecnológica dirigida desde Tel Aviv.
Y como víctima inocente de todo esto, una artista llamada Melody que llevaba meses poniéndole más ganas e ilusión que nadie y que se ha llevado el bofetón de su vida. Eurovisión nació en 1956 como un certamen musical y hoy ha sido alcanzado por la dana del fango más sucio de la geopolítica. Ya fue otra cosa cuando que Ucrania ganó el año de la invasión rusa con una canción random. A estas alturas deberíamos saber –Ulibarri e Íñigo sí que lo sabían- que estamos en un rincón de Europa, que tenemos pocos vecinos pero ya no nos vota ni Portugal y que todos deberíamos relajarnos un poco. Yo ya no quiero saber nada de divas épicas, guiños patrios de guitarra y cuerpos de baile para camelar a los espectadores de Irlanda y Azerbaijan. Solo quiero que enviemos una canción bonita. No creo que sea mucho pedir.
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