Vencer al pesimismo
Ahora que dejamos atrás el verano y sus ficciones, y la prórroga de las fiestas, volverán a asomar los problemas de siempre
Creo que hablando del regreso al hogar se abusa un tanto del poema 'Itaca' de Kavafis («pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias…») en esas frases incitadoras a tener una vida intensa, plena de descubrimientos, que recuerdan que el viaje es más importante que el destino, que salpican redes sociales y tazas de desayuno.
Nada en contra del poema, pero creo que, por el contrario, apenas nadie habla de una de las más grandes declaraciones de regreso al hogar jamás escritas, la que contiene el antepenúltimo capítulo de 'El Quijote'. Es, cómo no, a través de las palabras de Sancho. El escudero, de rodillas ante la visión de su aldea, proclama: «Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza, tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe también tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo».
Dejando al lado la bufa cuestión de los azotes (por si a alguien que no sepa de qué va le da por ir al libro), algo parecido, la verdad, me da ganas de hacer a mí cuando en el bus que me trae de vuelta del aeropuerto tras algún viaje diviso la silueta de las catedrales.
No lo hago por si el pasaje se lo toma a mal y acabo llegando amordazado a la estación, pero, emoción aparte, lo cierto es que fuera de grandes palabras en mayúscula por las que tirarse los trastos a la cabeza con los de la otra trinchera, para mí la patria verdaderamente está en esas cosas pequeñas. Ver asomar las catedrales, el oro secular de las fachadas que enciende el sol al acostarse (imposible decirlo mejor que Unamuno), seguir pisando las viejas calles de mi infancia o que nada más entrar en tu bar de siempre te pongan sin preguntar el café como te gusta.
Una patria que se ama, que no obliga a odiar ninguna otra, para la que siempre se desea lo mejor y que a veces, inevitablemente, duele. Ahora que dejamos atrás el verano y sus ficciones, y la prórroga de las fiestas, con las calles llenas de gente con ganas de disfrutar, con luz, música, color, y con el chute de autoestima del pregón de Sara Cuadrado-Castaño, volverán a asomar los problemas de siempre.
Una ciudad a menudo olvidada, tratada injustamente en tantas cosas y que casi siempre pelea muy sola por su futuro, por dar lugar a que se quede el talento joven o por no echarse solo en brazos del maná turístico, que bien puede acabar siendo el abrazo del oso.
Me decía el otro día mi amiga Sofía, cuando comentábamos lo bonita que se ve la ciudad en el tráiler de la serie 'Zoomers', que una cosa es ser estudiante en Salamanca y otra llevar aquí una vida adulta. Son etapas, claro, pero es cierto que a veces envidio la mirada hacia esta ciudad de la gente que ha sentido que durante esos años universitarios este era el mejor sitio del planeta. A lo mejor es hora de creérnoslo más y, como don Quijote, vencernos a nosotros mismos y nuestro pesimismo, «el mayor vencimiento que desearse puede».