Titulitis y mentiras
«Solivianta pensar que todo eso se consigue por la cara en los segundos que se tarda en teclear esa línea en un currículum»
Creo que es culpa de Rodrigo Cortés que viva con miedo a que me toque un premio y me arruine la vida. Será seguramente por eso que apenas juego a nada, apuestas ni hablar, y solo me dejo arrastrar muy de cuando en cuando por la euforia navideña o la constatación de que el cupón, al margen del premio, realiza una notable acción social.
Luego nunca lo miro, poco convencido de mis posibilidades y aliviado porque no me pueda pasar lo que al pobre tipo de 'Sí importa el modo en que un hombre se hunde' (Editorial Delirio, 2014), que tras ganar el premio de los premios acabó como acabó.
Así que cuando en esas típicas conversaciones de verano aparece el clásico ¿te imaginas que te tocan chopocientos millones?, yo pienso quita, quita, mejor me quedo como estoy.
Así es el terreno de las pesadillas, irreverente lugar en el que uno no puede engañarse a sí mismo. Pensaba en este asunto porque a lo largo de mi vida he tenido sobre todo un mal sueño recurrente, quizá ya menos habitual, aunque aún me hace despertar de vez en cuando con sudores fríos: me presento a un examen de una materia de la que no tengo ni la más remota idea y me paso la noche haciendo esfuerzos tan ímprobos como estériles para rellenar la hoja en blanco.
Vuelvo de vez en cuando a hacer la Selectividad (un saludo a las últimas víctimas de la PAU), me enfrento a pruebas finales de alguna de las asignaturas que daban más miedo en Periodismo o, a saber por qué, me veo sentando ante un cuestionario de Matemáticas avanzadas, Prehistoria o algún idioma mesoamericano (lo que mi mente entiende por estas cuestiones, claro).
Sin afán de psicoanalizarme (hay que conocerse a uno mismo, pero tampoco tanto), doy por hecho que es el resultado de los nervios vividos en mi vida de estudiante y también del esfuerzo realizado (irregular, confieso) para haber ido sacando las pruebas académicas, las de verdad, a las que me he ido enfrentando. Es lo que al final hay detrás de un título. Es imposible medir el conocimiento con el que uno sale de la universidad, pero sí se puede atisbar el esfuerzo requerido para lograr ese papel.
Creo que por eso indigna tanto que de vez en cuando se destapen trampas en este sentido. No tanto por el hecho de saber que nuestros políticos nos mienten, a estas alturas de la película a eso estamos totalmente acostumbrados, sino que las familias recuerdan las noches sin dormir, los nervios y privaciones de sus retoños (o las propias) y solivianta pensar que todo eso se consigue por la cara en los segundos que se tarda en teclear esa línea en un currículum.
Una vez más me temo que estamos ante la punta del iceberg de un sistema de partidos lleno de perversiones en el que a menudo no llegan los mejores y en el que, sin clasismo de ningún tipo, convendría exigir para según qué puestos no esa inútil titulitis, sino una mínima experiencia que hiciera descartar que aquí se ha venido a vivir de la política.