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En los años 80, en Salesianos había básicamente cuatro escaleras. Los más pequeños subíamos por la del teatro –que realmente no tenía escalera, pero marcaba el punto de inicio– y luego según se fueran cumpliendo las diferentes etapas ya se pasaba a las escaleras verdes y a las blancas, que, aunque eran las que comunicaban con la iglesia, llamábamos del gimnasio. Había una cuarta escalera que nadie en su sano juicio osaba hollar: la principal. Un Checkpoint Charlie en el que podías quedar atrapado en fuego cruzado.
Del buen cuidado y policía del recinto, en ausencia de entes docentes, se ocupaban los dos porteros, Eloy y Nacho, dos tipos geniales con caracteres totalmente opuestos. Uno siempre ceñudo y el otro de aspecto bonachón. A pesar de sus disímiles estrategias para imponerse a la jauría rugiente, ninguno dudaba en desatar la cólera de Júpiter si te sorprendía por la escalera principal sin un buen motivo, del género me he abierto la cabeza y estoy esperando la ambulancia. De ahí para arriba.
Normal que cuando vuelvo por allí algún domingo electoral paso por el arranque de esa escalera con más miedo que Indiana Jones saltando desde la Cabeza del León. De puntillas, mientras pienso, ay, insensatos, hacia los que pisan por allí despreocupadamente.
Pasa que los tiempos cambian y creo que ya no se tiene ese respeto reverencial a esa santa escala. Supongo que es una evolución hacia lo lógico, justo el proceso que se echa en falta en muchos espacios públicos de la ciudad. Porque que las cosas hayan sido siempre así no implica que tengan que serlo para siempre.
Pienso en la pobre Plaza Mayor. La joya de la corona, nuestro cuarto de estar maltratado hasta el extremo. Los defensores de su extenuante uso como acontecimientodrómo aducen que fue hecha justamente para eso: ferias, mercados… y lo que le echen. Y no es mentira, pero no quita que la ciudad pueda abrir una reflexión sobre qué hacer en un lugar único que merecería ser considerado como ropa de domingo.
No se trata de que los servicios de limpieza se afanen como si fueran los mecánicos de McLaren en el pit stop para dejar la plaza presentable tras el paso de un concierto/huracán, sino de evitar daños que, fatalmente, van horadando un bien que tenemos la obligación de preservar. Claro que la plaza es única y las fotos de Bonnie Tyler son preciosas, pero hay sitios con más capacidad, mejor acústica, más facilidades de evacuación y menos sensibles patrimonialmente donde celebrar los conciertos. Y otras cosas, ejemplo el botellón masivo que ni es en Nochevieja ni es universitario, mejor que no se hagan en ningún sitio.
Que yo sepa, aquí nunca se tiró una cabra del campanario, aunque sí se dejaba caminar por la cúpula de la torre de la Catedral al Mariquelo, que hoy tiene que conformarse con tocar la campana desde dentro. Alguna vez tiene que ser la primera.
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