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En la lavandería

Tres tipos hablando de la colada un sábado por la mañana en vez de cómo reforzar la defensa del Madrid

Miércoles, 11 de junio 2025, 05:30

Cayó el verano de repente sobre tejados y aceras. Como si el sol hubiera tirado desde miles de metros un jarrón chino, los termómetros empezaron a subir y ya no había nada que hacer, ay, con los pedazos rotos de la primavera. Así que tocaba afrontar la mudanza de la ropa de cama de invierno.

Hace algún tiempo leí que una forma de entender las dos Españas es a través de los sábados. La una dedica el día a tareas domésticas y la otra ha pagado a alguien para que le haga esas tareas durante la semana. Yo soy, más o menos, de la primera. Así que tocaba hacer un hatillo con el edredón y su maldita funda –pocas tareas hay más ominosas que la de enfundar y desenfundar el nórdico– y acudir a la lavandería de al lado de casa a resolver en un tiempo relativamente breve la cuestión del lavado, imposible en mi lavadora de una capacidad al uso, y, sobre todo, del secado.

Sábado, como digo, algo antes de las once de la mañana y resultó que no era el único que había tenido esa idea. Mirando pacientemente dar vueltas a su manta en la secadora se encontraba un hombre, de cerca de 70 años (a ojo). Por aburrimiento, o lo que fuere, nada más verme entrar con mi fardo se ofreció a explicarme, solícito, el funcionamiento de la instalación. Le dije que no era necesario, soy un veterano de otros cambios de estación y, por otra parte, no es que hacer uso de los electrodomésticos disponibles sea exactamente lanzar un cohete a Marte.

Pocos minutos después, llegó un tercer usuario. Aspecto de haber pasado los 70. Atuendo de fin de semana: camiseta, pantalón corto y deportivas. Con su nórdico en ristre y un montón de dinero en monedas guardado en el puño ahuecado. Me recordó cuando mi madre me mandaba de niño a algún recado por el barrio y me daba un billete y me hacía apretar la mano para no perderlo.

El caso es que entre los lavanderos del sábado se desató una inmediata solidaridad que desembocó en la impresión de que debían de alguna forma adoptarme a mí, el más joven de los tres. Esa necesidad de hablar que a veces se produce en espacios no muy grandes para no parecer un perturbado hizo que sin darme cuenta al poco estuviéramos pontificando sobre suavizantes, jabones y la lata que es tender la ropa en casa.

Tomando un café mientras la secadora hacía su trabajo, pensé que, aunque el episodio no sería definitivo en términos estadísticos, desde luego sí era significativo. Tres tipos hablando de la colada un sábado por la mañana en vez de cómo reforzar la defensa del Madrid o qué precio hay que poner al abono de Unionistas.

Hay quién dirá: pues vaya cosa. Desde luego no será nadie que haya vivido cómo éramos hasta hace no tanto. Pequeños pasitos que nos van llevando a una sociedad de corresponsabilidad, respeto y más igualdad. Ya sé que queda tantísimo por hacer, pero algo es algo. Recojo mi nórdico seco, en la radio alguien ha pedido una de Sabina. «Que los que matan se mueran de miedo».

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