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Lágrimas y cenizas

Es comprensible que muchos vecinos de las zonas más afectadas hayan sentido este verano como el del último abandono

Miércoles, 3 de septiembre 2025, 05:30

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Creo que fue por culpa de Wildside, una serie que aquel verano me volvió loco. Cinco tipos evitando la injusticia en el salvaje oeste con métodos ciertamente rudos, acaso criticables, pero de una eficacia indiscutible. El caso es que yo me pasaba las tardes emulando sus movimientos, pero me faltaba un elemento que le diera credibilidad. Una cartuchera. Claro, no era lo mismo desenfundar en el pantalón del pijama. La instancia oficial por vía materna se quedó en el dique seco y el verano se acababa, así que un día decidí llorarle, literalmente, a mi abuelo. A ver qué pasaba. Al día siguiente se presentó en casa con el ansiado elemento que ya me permitía enrolarme en la banda con Vargas, Brodie o Prometheus e impartir justicia.

He leído que Darwin consideraba que llorar no significa para los humanos ninguna ventaja evolutiva, yo aquella tarde, desenfundando ante el espejo, lo hubiera dudado abiertamente. No obstante, diré en mi descargo que nunca volví a usar conscientemente ese superpoder recién descubierto.

Pero últimamente, sin intención de conseguir ningún juguete, las lágrimas se me saltan con mucha facilidad. Se ha discutido mucho sobre qué nos hace llorar exactamente, más allá de las funciones puramente físicas, y esta respuesta psicoemocional sigue siendo objeto de análisis. En mi caso, la impresión va desde un anuncio de una mascota particularmente simpática a cosas mucho más serias, como guerras atroces, genocidios o fuegos.

Disimulaba como si fuera culpa del humo cuando dos ganaderas de Martín de Yeltes se abrazaban llorando, al ver cuánto habían perdido en una tarde. Me enjugaba al otro día rápidamente con el dedo al ver alguno de esos pueblitos calcinados por completo.

Me acordé de ese pobre Blasillo de 'San Manuel Bueno, mártir', clamando por las calles de Valverde de Lucena «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», gritando sin saberlo una fe muerta que hacía, sin embargo, que al oírlo se les saltaran a todos las lágrimas.

Porque, aunque estamos ante un fenómeno complejo, sin duda hay una evidencia: allí donde hay gente y oportunidades los fuegos ni son tantos ni queman tanto. Es comprensible que muchos vecinos de las zonas más afectadas hayan sentido este verano como el del último abandono.

Un experto en llanto, el psicólogo clínico neerlandés Ad Vingerhoets, señala que a veces llorar es una forma de empatía que ayuda a construir vínculos sociales. No sé si hubiera sido preferible estos días alguna lágrima más, sincera, de todos los que desde tantos sitios han contribuido a ese desastre, en vez del habitual barrizal político que ha llovido sobre las cenizas.

Empatía y vínculos que a veces sirven tanto como las ayudas, que ojalá lleguen rápido y sirvan. Ya no van quedando tantas oportunidades de salvar ese olvidado mundo rural. Ya lo canta Sabina en 'Lágrimas de plástico azul': «¿cuándo pasará el autobús por mi callejón sin salida?».

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