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Este fin semana me sorprendía la contundencia de una cifra: veinticinco años desde que Enrique Urquijo apareció frío en un portal de Malasaña. Aquella mañana, en una clase demasiado grande de la recién estrenada Facultad de Comunicación, Roberto y yo no pudimos atender en clase de Francés, que buena falta nos habría hecho. Nos pasábamos notas –todavía muy analógicos– con tal y cual verso y discutíamos si Ojos de gata o Quiero beber hasta perder el control, si Amiga mala suerte o A tu lado.
No es raro que se me pegara a los labios, bajito, Volver a ser un niño mientras daba el último paseo por la Feria del Libro Antiguo, en un noviembre todavía demasiado dorado y bullicioso, en eso poco parecido a los de hace un cuarto de siglo cuando el invierno era bastante más madrugador.
Entonces íbamos a la feria ávidos de encontrar a buen precio algunos manuales que se nos escapaban un poco de presupuesto, clásicos, fondo de biblioteca o, con un poco de suerte, éxitos no demasiado lejanos, pero con alguna ligera tara que los hubiera desterrado en esos puestos en los que duraban menos que una ganga del Mercado Central en la mañana de Nochebuena.
Uno de esos años, había atisbado entre el mar de cabezas La piel del tambor y entre que pensé si abordar la inversión o no, cuando volví al puesto había volado (2.800 pelas valía en las librerías y aquel se ofrecía por 500, calculen). Debí de lamentar mi mala suerte (mi amiga y mi rival) con mi pandilla, porque en el siguiente acontecimiento aparecieron tan contentos en mi casa con ese mismo libro, cuyo anhelo había quedado enterrado ya entonces por otras urgencias.
Qué grandes sois, abrazos, a celebrarlo. Cuando hojeé el libro por primera vez, leí las dedicatorias con una sonrisa, la misma que se me congeló al ver en la página 19 que uno de aquellos malditos me había realizado un dibujo obsceno cubriendo todo el texto. Con un poco de rabia, arranqué la página y así se quedó en mi pequeña biblioteca.
Se me había olvidado por completo la historia hasta que el otro día en uno de los puestos encontré exactamente la misma edición, sin ilustraciones naturalistas, y cerré al fin el círculo. Conservé, eso sí, las guardas del ejemplar mancillado con la dedicatoria de la tropa. «Ojalá nunca olvides a ninguno de los que te han regalado este libro», decía el Pimi de hace casi tres décadas, demostrando por qué es un genio de la Economía. Trece palabras de una eficacia feroz.
Para eso creo que sirve esa feria, que tenemos que cuidar y defender. Que, si nos quita tres semanas el paisaje limpio de la Plaza, nos ofrece a cambio una acuarela de títulos, libros con viejas dedicatorias cuyos protagonistas quizá ya no estén aquí, fotos, tebeos y ese olor inconfundible cuando el tiempo se posa en la letra impresa. Porque, aunque tú no lo sepas, siempre queda algo de ti en los libros que han pasado por tus manos. Que salen de la calle del olvido para iluminar otras vidas.
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