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No sé si se sigue preguntando, pero entonces cuando tus padres o tus abuelos iban contigo por la calle y se encontraban con alguien rara era la vez en la que no salía el tema de qué querías ser de mayor. Para eso, vivir en ... el barrio Vidal era una suerte. Allí bastaba fijarse en los carteles de las calles para conocer todo un catálogo de posibilidades.
En torno a la plaza había, y hay, un poco de todo. Plateros, ganaderos, pescadores, joyeros, pastores, jardineros… Algunos oficios ya entonces empezaban a ser exóticos, como curtidores. Otros sonaban grandilocuentes, como marmolistas o vidrieros. Mis abuelos vivían en la pequeña calle Carpinteros y a lo mejor fue por eso por lo que uno de los primeros regalos de Reyes que recuerdo en esa casa fue una caja de herramientas de juguete con todo lo necesario para trabajar la madera, con sus gubias, su serrucho, su cinta métrica y un lápiz de esos indestructibles –que me afilaba de vez en cuando mi abuelo con la pequeña navaja que siempre llevaba en el bolsillo–, que era lo que más me gustaba de todo.
No pocas veces salí armado con él al barrio. Una vez intenté escribir con ese lápiz en la puerta de la iglesia, esquina de los Transportistas, «aquí se casaron mis padres», pero esa puerta la había barnizado don Vale a prueba de casi todo. Una iglesia de barrio obrero, de buena gente y pequeños pisos, que el sol pasaba de lado a lado mientras las historias cotidianas escapaban por la ventana, donde se vivía en la calle. Como aquella vez que hubo una tormenta fortísima, cuando todavía no se cerraban parques ni se acordonaban árboles, y los niños nos pasamos la tarde haciendo acopio de ramas caídas, recreando en las escaleras de la calle Leñadores las escenas de esgrima que veíamos en la tele entre los mosqueperros y los agentes de Richelieu, como si fueran las mismas escaleras de Versalles.
Poco a poco fui sabiendo que en el callejero no solo había nombres de oficios en el barrio de mis abuelos. Estaban Caldereros o Bordadores en calles con solera y, por supuesto, Libreros. Esa vía de extraño trazado recto, romano, en medio del laberinto del barrio antiguo, del que decía Unamuno que sus calles eran como surcos en campo urbano.
De niño pensaba que en cada calle de Vidal vivían todos los herreros o todos los pintores de la ciudad. Nosotros no éramos carpinteros, pero mi abuelo sabía hacer de todo, así que valía también. Con los años, descubrir que en Libreros había librerías de verdad me pareció un motivo de orgullo para la ciudad. Todo lo contrario saber que La Galatea cierra. Un «desalojo» lleno de simbolismo y malas noticias para el futuro. De una ciudad que se queda sin alma y se llena de terrazas, bares de franquicia y apartamentos turísticos. Un decorado cada vez más de cartón-piedra donde ya no cabe el fugitivo amor a los libros.
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