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Hay gente para la que lo mejor, por su propio bien, sería quedarse callada. O por lo menos pensar dos veces antes de hablar. Nos habríamos perdido algunos titulares llamativos, pero no tendríamos la constatación de que el mundo está superpoblado de idiotas. El último en convencernos de este problema es Jacques Audiard, el director de la archinominada a los Óscar Emilia Pérez: «El español es una lengua de países emergentes, una lengua de países modestos, de pobres y de migrantes».
Pues vale. Le concedo que pobres y migrantes fueron mis abuelos cuando se fueron a un remoto pueblecito de la frontera francesa con Bélgica en busca de una oportunidad y algo de dinero. No hicieron cine, pero ellos, como otros miles de compatriotas, dieron una lección de valentía y dignidad como para que se la proyecten al señor Audiard en cinemascope en la cara. Aunque ya sé que cuando dijo la frasecita pensaba más en las riadas de hispanos que escapan como pueden de la violencia y la miseria, llevando, eso sí, el poso de una cultura que nada tiene que envidiar a la de cualquiera.
Puestos a decir tonterías, podría aseverarse que el francés es, sobre todo, una lengua de ladrones. Ladrones orgullosos. No solo de materias primas en África –mucho que callar, Jacques–, sino que basta ver con qué impudicia cuelgan del Louvre cuadros saqueados durante su invasión de España.
Y podrían ser muchos más, porque cuando Wellington vence en Vitoria a las tropas que acompañan la huida de José Bonaparte se incauta de un sinfín de tesoros robados (Carlos IV le dijo al general inglés que se quedara los cuadros que quisiera como recuerdo), entre los que estaban algunos de los ejemplares más importantes de la Biblioteca Histórica de la Universidad de Salamanca. Los libros volvieron a Salamanca ya en el siglo XX y el precio fue un honoris causa a Franco (si al menos hubiera jugado al tenis), que, por cierto y hablando de valientes, tuvo un pequeño puñado de votos en contra en pleno 1954.
Con otros robos ha habido menos suerte. Por la francesada se perdió el Goya del Colegio Calatrava y sabe Dios. Volaron las ricas esculturas-relicario de bronce de las Agustinas (que Lázaro Galdiano compró en París en 1927) y se fundió cuanto oro y plata se encontró.
Y a veces hay que mirar a otra parte. Acaba de recuperarse el Ganges de la maqueta de Bernini de la Fuente de los Cuatro Ríos regalada por el papa a Felipe IV y ya solo faltan tres ríos. Echarían a volar, como el ángel de la reja de la capilla de Anaya de la Catedral Vieja, que apareció hace algunos años en una casa de subastas y al que aún no se ha podido echar mano a pesar de la incontestable evidencia de su origen sisado. En español o en chino el laberinto jurídico siempre es complejo, pero ya que la Catedral no tiene los medios de Patrimonio Nacional, igual la «sentencia Bernini» nos echa un cable. Y, si hace falta, que lo pidan en francés.
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