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Opinión

¿Adónde lleva esta escalera?

¿De qué hablaría con su madre en esa casa agobiante, entre quejidos y el olor del encierro?

Jueves, 15 de agosto 2024, 05:30

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En la esquina de las calles Linares y Miróbriga, en El Carmen, se ha escrito una nueva página en la topografía del horror de la ciudad. Una historia de esas que llenan los capítulos de las series de psicópatas americanas, pero aquí. Pared con pared de unos vecinos que insistían a la policía que allí estaba pasando algo. Que había quejidos y gritos de auxilio. Chillidos de puro terror.

Posiblemente has intentado denunciar y te ha engañado para que la retires. Quizá te ha dicho que no va a pasar nada, que no va a volver a suceder. Que ahora sí vais a ser felices y te va a tratar bien. Que él no tiene la culpa, que eres tú el que lo obligas. Y tú, que seguramente hace tiempo que piensas que te has quedado sola afrontando tu propio infierno, le has hecho caso sin saber que te espera otro infierno aún mayor. Te ha encerrado en una buhardilla de techo bajo, casi sin luz. Te ha atado pies y manos a la cama. Te pega más, te pega mucho. Te insulta, te veja, te dice que si necesitas ir al baño uses ese cubo. Te dice que si te quieres ver guapa te va a cortar el pelo él y te trasquila con tijeretazos de rabia.

No eres nada. Sabes que trataría mejor a un perro. A una rata. Un día al que sigue otro al que sigue otro al que sigue otro. Un mes y el pánico ha dado paso a algo peor. Imagino que luchas hasta donde puedes, pero en algún momento deseas cerrar los ojos y no volverlos a abrir. Descansar y que no te duelan más las muñecas y los tobillos, los golpes de la cara, el ojo marcado.

Entonces oyes el timbre insistente. La Policía. Y su madre diciendo que allí no pasa nada, que ni gritos, ni voces. Que está sola y no ha oído nada. Arriba él te sujeta la boca, por si acaso. Como si todavía pudieras a gritar cuando ya se te han acabado hasta las lágrimas.

Y los policías se despiden. Y te falta todavía más el aire. Pero de repente algo se rasga como una cortina, hay pasos que suben por la escalera. Que se sobreponen a lo que ven. Que actúan. Que te liberan. Que te tapan y te llevan al hospital. Y todos quieren creer que quizá, ahora sí, empieza una nueva vida para ti. Cuando te curen las heridas por fuera y, ojalá, cicatricen las de dentro.

El juez envía a tus dos carceleros a prisión. Salta la noticia y la ciudad contiene el aliento. Cómo asimilar que compartes calles, quizá cola en el supermercado, barra en el bar, asiento en el autobús, con quien es capaz de hacer eso a una persona. ¿Saludaría a los conocidos? ¿Se reiría con los amigos? ¿Qué contestaría si alguien de repente le preguntaba por ella? ¿De qué hablaría con su madre en esa casa agobiante, entre quejidos y el olor del encierro?

Sobrevuela una sensación de fracaso, de fallo sistémico social. Una pesadilla en la que solo reconforta el celo de esos policías. El instinto de una última búsqueda, de mirar otra vez más. De insistir. Señora, ¿adónde lleva esta escalera? Sin saber que conducía al puro horror.

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