La Moncloaca
Mientras el partido y el Gobierno se hunden cada día más en el detritus de la corrupción, Sánchez se amarra como nunca al poder
Respiramos ahora mismo un hedor insoportable. Y no me refiero a la fábrica de grasas que atufa a Villamayor, Doñinos y alrededores. Me refiero al Gobierno de la nación y sus aledaños.
Algo huele a podrido en La Moncloa. Entre sus jardines y sus estancias emanan los efluvios de las cloacas que remueven los fontaneros del PSOE, a quienes vamos conociendo por los audios de la vergüenza.
Nunca en la historia de España se habían acumulado tantos y tan graves asuntos de corrupción en torno a un presidente del Gobierno. Ahora es más fácil y sobre todo más corto enunciar las personas y los ámbitos que rodean a Sánchez que todavía no han sido contaminados por la sospecha de trinque, la imputación por malversación o la sombra del tráfico de influencias. Todo lo demás se hunde en el estiércol de la descomposición y el detritus.
Pese a todo, Pedro Sánchez resiste amarrado a La Moncloaca, convencido de que su único destino posible es resistir.
Entre el polen y el polvo africano, aquí huele a elecciones. Y no me refiero al Gobierno de la nación, sino a la Junta de Castilla y León. Por desgracia para nuestro país, Sánchez nunca convocará unas elecciones con la perspectiva de perderlas. En cambio, Fernández Mañueco tiene ahora más a mano el botón rojo del anticipo electoral, para aprovechar el hundimiento y la desmoralización de los socialistas, la descomposición de la ultraizquierda y el descoloque de la ultraderecha.
A la vuelta del verano veremos si el presidente de la Junta cuenta con el beneplácito de Alberto Núñez Feijóo para avanzar hacia un Gobierno regional que no dependa de Vox a la hora de aprobar los presupuestos de 2026. Nunca lo tendrá más fácil, ahora que el Ejecutivo sanchista se ha empeñado en hundirle la posible campaña electoral a Carlos Martínez, no solo por los casos de corrupción, sino por el empeño gubernamental en castigar a Castilla y León eliminando paradas de AVE y de autobús, entre otros muchos desprecios.
La fetidez ambiental ha llegado incluso al abotargado olfato de los dirigentes y simpatizantes del PSOE. Eso no quiere decir que haya posibilidad alguna de que, en un ataque de honradez, la militancia o los barones socialistas se revuelvan contra Sánchez. Ese Partido Socialista capaz de corregir el actual rumbo hacia la descomposición ya no existe. Sólo quedan la disciplina, el servilismo y el arrimón al pesebre. Lo demás son pellizcos de monja, de Page, de Felipe González o de cualquier otro cabecilla.
Siete años de sanchismo han corroído la democracia interna y han desbaratado cualquier atisbo de moral. Se trata de salvar al soldado Sánchez, aunque para ello haya que dar pábulo a las más peregrinas interpretaciones de la maloliente realidad de un partido convertido en lo más parecido a una mafia cuyo único fin se circunscribe a la permanencia en el poder a toda costa, por encima de los más elementales principios de la democracia y la dignidad.
Y de nada sirve que el PP apele a la ética de los socios de Sánchez para una imposible moción de censura. El PNV, Bildu, Junts y ERC están encantados de sostener a un presidente dispuesto a concederles cuanto pidan y su intención es seguir ordeñando la vaca.
Sánchez estará más decidido a continuar en su puesto mientras más casos de corrupción se descubran en su familia, su Gobierno y su partido. Se trata de resistir, de levantar el espantajo de la ultraderecha y de alargar la agonía porque cada día que pasa es un día más en La Moncloa. Allí se respira poder, por muy mal que huela.