Corrupción frente a decencia
Lo de Cerdán, Ábalos y Koldo sigue sin aclararse: ni una comparecencia, ni una explicación institucional, ni una respuesta política
El Comité Federal del PSOE volvió a celebrarse con la misma previsibilidad con la que se emite un capítulo de telenovela: Pedro Sánchez apareció, se presentó como víctima universal y nadie se atrevió a toser. Lo último que se le ha escuchado es lo de siempre: que él no ha hecho nada, que todo es culpa de los jueces, de los medios, de la oposición, de las togas, del IBEX, del fango, de la derecha, de la ultraderecha, del calor, del clima o del cambio climático… de todos menos de él y de su mujer. Porque lo de Cerdán, Ábalos y Koldo sigue sin aclararse: ni una comparecencia, ni una explicación institucional, ni una respuesta política. Todo a base de relato, victimismo y mucho aplauso coreografiado. Y mientras tanto, la corrupción del PSOE y del Gobierno sigue supurando. Las comisiones por mascarillas, las adjudicaciones exprés, los contratos que terminan en bolsillos amigos, la corrupción de baja estofa disfrazada de gestión en pandemia. Y por si fuera poco, ha estallado otro escándalo que pone en evidencia la podredumbre que anida en las entrañas del aparato socialista: el caso Salazar. Francisco Salazar, exasesor de Moncloa y pieza influyente en el engranaje de Ferraz, ha sido acusado por varias mujeres vinculadas al PSOE de acoso, intimidación y comportamientos reiterados de abuso de poder. Algunas denuncias relatan hechos ocurridos incluso dentro de la sede del partido. ¿La reacción del PSOE? El silencio. Ni una disculpa, ni una investigación interna, ni una asunción de responsabilidades. El feminismo del Gobierno, ese que clama «hermana, yo sí te creo» a pleno pulmón, se vuelve repentinamente mudo si las víctimas están dentro y el acosador es uno de los suyos. Y por supuesto, en el Comité, nada. Ni una palabra clara sobre estos casos. Todo quedó sepultado bajo la liturgia. Porque en el PSOE actual, preguntar ya es traicionar. El Comité Federal ya no es un órgano de deliberación, es un teatro de fidelidad. Y quien disiente, sobra. Solo Emiliano García-Page se ha atrevido a romper el silencio. El presidente manchego, que sigue entendiendo la política como algo más que un ejercicio de lealtad ciega, ha dicho lo evidente: que el partido no puede seguir siendo el escudo personal del presidente del Gobierno, y que esta deriva autoritaria y cerrada está arruinando la imagen del PSOE y de las instituciones. Pero ya se sabe: en la era del sanchismo, pensar es peligroso, y decirlo, imperdonable. A Page lo miran con recelo no porque se equivoque, sino porque acierta.
Mientras tanto, en La Coruña, el PP celebró su Congreso nacional sin mística, sin teatro, sin necesidad de envolverse en grandes gestos de épica presidencial. Feijóo no necesitó aparecer como salvador ni mártir. Habló de política: de economía, de regeneración democrática, de empleo, de vivienda. Lo hizo sin atacar a los jueces, ni a la prensa libre, ni siquiera a Sánchez, aunque lo tenía fácil. La gente ya no compra el guion de Sánchez. No cuando el entorno del presidente está siendo investigado por tráfico de influencias, ni cuando su partido encubre a acosadores, ni cuando la respuesta a cualquier escándalo es el silencio. La diferencia entre los dos modelos es tan clara que molesta. Uno se sostiene con relato y obediencia; el otro con propuestas y soluciones. Y en esa comparación, cada día más ciudadanos vamos viendo que hay salida. Que se puede volver a una política sin culto al líder, sin propaganda emocional, sin blindajes vergonzantes. Lo que se vio este fin de semana no fueron solo dos actos de partido. Fueron dos formas de entender España. Y ya va siendo hora de elegir.
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