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Uno de los juegos con los que me entretengo últimamente en mis diarios paseos por la ciudad, es el de cerrar los ojos y al abrirlos imaginar que estoy en la Salamanca de hace 20, 30 o 40 años.

Ayer, sin ir más lejos, me regalé un increíble garbeo al verano de 1980. Ventajas que tiene ir cumpliendo años y mucha predisposición para el desbarre nostálgico. Así que ahí me tienen recorriendo la ciudad mientras le cuento a la francesita que habitualmente me acompaña qué paisaje se extendía donde hoy se levanta el Palacio de Congresos, en qué librería me compré «Las flores del mal» de Baudelaire o en qué tienda el disco blanco de Beatles. También en qué embarrado campo de fútbol me rompieron de un codazo el tabique nasal o qué humilde apariencia tenían los coches y las calles por las que me acercaba al instituto lleno de sueño y con alguna legaña. O en qué portal de qué bloque de edificios abría un cine con programa doble.

La francesa alucina en colores con muchas de las historias de un tiempo no siempre tan grisáceo y decimonónico como se imagina viniendo de una ciudad que por aquel entonces ella me dibuja más cercano a la Salamanca actual que a los recuerdos en blanco y negro que yo le muestro. Y eso, a pesar de que me esmero adornándolo todo con añoranzas que hicieron de mi adolescencia una patria donde a pesar de nuestras carencias, intuyo que supimos ser bastante más felices que buena parte de los chavales de hoy.

La adolescencia nos marca tan especialmente con tanto fascinante descubrimiento y tanta revolución de hormonas que esta es mi época favorita pero, por cierto, allá por 1988, durante un par de semanas se perdió por aquí un extraordinario fotógrafo holandés llamado Flip Franssen que mientras estudiaba nuestro idioma, se entretuvo captando con su cámara una de aquellas Salamancas de ropa tendida en la fachadas perdida en el tiempo. Estos días expone aquellas fotografías en el Museo Histórico Provincial.

Y es el maravilloso testimonio de unos ojos que observaron la ciudad con el asombro, la curiosidad y la frescura con que sólo puede verla un recién llegado. Están casi tal cual nuestros monumentos pero también la vida sencilla, el ajetreo cotidiano y las reivindicaciones perdidas de antaño. Una gozada de muestra para todo aquel, al que como a un servidor, le priven estos fascinantes delirios de melancólica nostalgia.

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