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Un poco de cine

Solo la luz de las escasas farolas iluminaba el lugar distinguí a una mujer solitaria, de cabellera rubia y sencillo vestido

Domingo, 13 de julio 2025, 05:30

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Fue apenas hace un mes cuando recordé aquello, y lo recordé con precisión. En la televisión pasaron un western que en español se tituló Encubridora (Rancho Notorious era su título original). El director de la cinta es Fritz Lang, el maestro germano que cuando Joseph Goebbels le ofreció dirigir la UFA (por entonces la gran fábrica alemana de cine) hizo las maletas y se marchó al exilio.

Cuesta imaginar a Fritz Lang dirigiendo una película del Oeste (tiros, cabalgadas, atracos, duelos...), pero en esta película estaba un personaje de mujer que en el fondo de su pecho escondía un corazón romántico. Tal era el papel que Lang reservó para una compatriota suya. Ella también se había marchado a los Estados Unidos llevándose consigo a Von Sternberg, que la dirigió en El ángel azul.

En agosto de 1966, en una tarde calurosa en París y cuando estaba yéndose el sol, mi mujer y yo decidimos bajar a tomar la fresca a la ribera del Sena. Recorrimos la distancia que separaba nuestra casa –en el 16 de la rue des Écoles– del río. Allí, en la rive gauche, encontramos unos veladores sobre una acera estrecha. Las mesas eran diminutas y las sillas estaban colocadas no en derredor de las mesas sino en fila, y sus respaldos pegados a la pared del edificio. Allí nos sentamos y pedimos dos demis de cerveza.

Solo la luz de las escasas farolas iluminaba el lugar y, pese a ello, mirando hacia mi izquierda distinguí, cien metros más allá, a una mujer solitaria, de cabellera rubia y sencillo vestido (falda negra y camisa blanca), que venía por la acera frontera a la nuestra.

De pronto, cuando ya se encontraba a unos diez metros de nosotros, la mujer cruzó la calle... y se sentó a mi lado. También cruzó sus piernas. Mi vista no se detuvo en la rodilla sino que amplió su radio de acción a las hermosas pantorrillas y también, aunque más furtivamente, a sus manos y a su rostro afilado de dotados pómulos y de boca tan huidiza como sugerente.

Yo hubiera estado allí toda la noche dándole cuerda a mi imaginación, pero los minutos pasaron rápidos y el reloj de mi mujer puso punto final al encantamiento. «Ya es hora de volver a casa», dijo. Pagué y nos levantamos, pero entonces, venciendo la timidez que con tanta frecuencia me atenaza, me volví hacia la actriz para decirle: «Bonne soir, Madame Dietrich». Ella levantó la mirada hacia mí y, sonriendo, usó aquella voz aguardentosa para decirme: «Bonne soir, jeune homme».

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