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Ha sido maravilloso estos días asistir al relevo de un papa. No solo por el acontecimiento histórico que supone sino también por las extraordinarias imágenes, que hemos vuelto a ver desde el día que falleció Francisco hasta la sucesión de León XIV.
La Iglesia sigue siendo la institución que mejor maneja el protocolo y la que tiene más interiorizado cada paso. Y además, es quien mejor utiliza el boato, porque lo hacen sin ningún tipo de complejo. Allí no se piensa en el qué dirán, como hacen las Monarquías, los Estados o los gobiernos.
El Vaticano es capaz de transmitir valores como el recogimiento, la espiritualidad o la generosidad, en medio de una ostentación artística sobrecogedora. Y los cardenales, predican el evangelio, sin ningún problema, ataviados con hábitos de lo más suntuoso y barroco.
Roma es Roma, nada cambia con el paso de los siglos. El rito permanece inmóvil y se recrea siempre de la misma manera, cada vez que fallece el jefe de la Iglesia. Las imágenes son calcadas, las hayamos visto en fotografías, en la televisión en blanco y negro o en color. Solo cambian las caras. Las de los mandatarios que asisten en procesión al funeral o las de los cardenales que tienen que elegir al siguiente papa.
Todo permanece tal y como dicta la tradición. Ningún invento de la modernidad lo altera. Y eso es una rara avis, en un mundo en el que todo salta por los aires en cuestión de segundos. Hoy fuera de las fronteras del Vaticano, reina un nuevo desorden mundial. La llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos ha cambiado los equilibrios y ha desfigurado los bloques tal y como los conocíamos en las últimas décadas. No sabemos cómo acabará la guerra comercial con China, el empoderamiento de Putin o el avance de los populismos en Europa. Y sin embargo, ahí tenemos a un Estado minúsculo, de apenas 44 hectáreas, centrando la atención de todo el globo, en una pequeña chimenea por la que sale una humareda, que comunica al mundo la llegada de un nuevo jefe de la Iglesia.
Cada paso tiene un significado, cada gesto está calculado y cada símbolo tiene un sentido. Nada de filtraciones interesadas. Nada de dar pábulo a las especulaciones. Nada de redes sociales que puedan alimentar egos. Justo lo contrario a lo que ocurre en cualquier reunión de tipo político o social.
La Iglesia de hoy es discutible en el fondo de muchas cosas. El papel secundario de la mujer o su escasa apertura a la diversidad, son asignaturas que siempre están pendientes. Pero la Iglesia es una referencia en las formas. Son los grandes guardianes de la tradición. Y son los que mejor las saben trasladar al mundo, «urbi er orbi».
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