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Será porque en Salamanca abrió los ojos y en Salamanca se descubrió en el nido. Será porque en Salamanca se vio sobresaltado por el sueño de ser cómico. Será porque en Salamanca sopló con lágrimas las cenizas de una voz que aún le canta en la memoria, y que se ahorma en arrullo al solo volver sus ojos sobre el amorecer del Campo Charro: «Mi madre siempre fue una mujer muy hermosa, que además cantaba como los ángeles», escribió José Antonio Sayagués en su libro de semblanza.
Al actor salmantino le ha podido su amor por Salamanca, aunque haya tenido que proclamarlo desde esos olimpos de Madrid, a veces tan distantes y altivos, donde parecen apocarse los extraordinarios resplandores de las ciudades pequeñas y los decires sencillos de los pueblos chicos. Pero cuando le contrataron los de la tele no sabían lo que Sayagués guardaba en su maleta. Fue vestirse el traje de Pelayo y ya estar el charro pregonando el nombre de Salamanca. Igual dio que fuera en «Amar en tiempos revueltos» o en «Amar es para siempre». Sayagués estaba decidido a construir el personaje de la serie con voz propia y raíz salmantina. Todo por ir dejando en las pantallas televisivas la MARCA SALAMANCA. Todo por continuar consagrando la cuna y los valores aprendidos con los que salió de su querida tierra para conquistar el gran sueño de la magia del teatro, al que le arrastró su verdadera vocación.
Casi veinte años en pantalla 'charreando' refranes y encandilando a los telespectadores. Casi cuatro mil quinientos episodios dando vida a un tabernero de barrio que alimentó a su vecindad y familia con la misma inteligencia, libertad y tolerancia con que se alimenta la persona que ha estado detrás de la interpretación. Porque el corazón de Sayagués siempre latió en el corazón de Pelayo, y el de Pelayo en el de Sayagués. De ahí que los que le paran por la calle no acierten a distinguir dónde termina el personaje de ficción y dónde empieza el hombre real. Probablemente él mismo tampoco lo sepa. Probablemente por eso conviniera con los guionistas de la serie, que Pelayo sólo podría despedirse de la gran familia de la plaza de los Frutos y de los telespectadores regresando a Salamanca, únicamente a Salamanca. La ciudad donde aquel nieto de 'carboneritos' comenzó a soñarse como lo que hoy es, aunque no sospechara haber podido llegar tan lejos.
Me dice que le da un poco de vértigo mirar atrás. Me dice que, en sus sueños, aún se ahuecan las manos de su madre para darle a beber el agua del depósito de la Chinchibarra porque él todavía tiene sed. Sed de teatro. Sed de gentes. Sed de seguir siendo salmantino.
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