Fumata blanca
Fue salir la fumata blanca por la chimenea del tejado de la Capilla Sixtina y gran parte del mundo, creyente y no creyente, se detuvo. Da igual con quien hables. El que más y el que menos, según me cuentan, se enganchó a la noticia desde el primer aparato que tenía a mano y esperó, con urgente impaciencia y un 'noséqué' titilante, a conocer al hombre que había aceptado ser el nuevo Pastor de la Iglesia. Aunque tal expectación no sea de extrañar. A día de hoy, el futuro del mundo solo puede imaginarse en la capacidad de resistencia de algo parecido a aquella tela de araña de la canción infantil, en la que a cada estrofa se iban sumando elefantes hasta que la tela hacía ¡ras! y todo se iba al garete.
Y como en esos temores andamos, de ahí que se vigilara el color de la fumata con tanto huroneo. Sobre todo, por ver si lo que se aparecía en el balcón de la Logia de las Bendiciones tenía pinta de venir a traer un poco de luz a horizontes tan sombríos. Nunca los repiques de campana se hicieron tan gratos a los oídos. Por unas horas el semblante sereno de León XIV vino a borrar de nuestras mentes el gesto torvo y temerario de esos muchos paquidermos que nos están matando a sustos. Por unas horas las apacibles estampas de todas esas gentes, simplemente dejándose llevar por los sentires de adentro, solo eso. Aunque todos supieran que pronto habrían de sacudirse de los ojos el espejismo y regresar a las nieblas que el nuevo Papa tendrá que ayudar a disipar.
Las primeras palabras de León XIV fueron para poner en eco la paz. Esa paz agustiniana que puede sentirse ante la contemplación de la estatua de fray Luis de León en el Patio de Escuelas del Estudio Salmantino. La 'serena templanza' con la que Unamuno definió el ser y estar de aquel teólogo, humanista, poeta, astrónomo y agustino tan nuestro, que en La Flecha hacía vida retirada para huir del mundanal ruido y dar sosiego al alma con el cantar de las aves y el rumor del Tormes. «Estar en paz consigo mismo es el medio más seguro de comenzar a estarlo con los demás», dijo. Cinco siglos después al mundo hay que estar aguijoneándole con el mismo aviso. León XIV parece saber bien la tierra que pisa. En su presentación pública no hubo excesos retóricos, ni ademanes hiperbólicos, ni lágrimas en desmesura. Y eso quizás fue por lo que por unas horas el mundo se olvidó del mundo y se encontró con Dios. No está mal que alguien se sume a esta contienda terrenal con otro discurso. Todo está aún por hacer, pero en el rostro de León XIV se presume seriedad, firmeza y capacidad para ser, además de Papa, hombre de Estado.
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