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Los agostos en mi infancia eran inhábiles. Por aquel entonces no había teléfonos móviles, aunque se comenzaban a vislumbrar en las series americanas, donde coches fantásticos los llevaban instalados. Ahora es diferente, hay otras opciones en las vacaciones laborales, tocando junio, julio y septiembre. Además, se dejan días, para escapadas de desconexión durante el resto de la temporada laboral, porque, por más que los años sean naturales a otros efectos, planificamos nuestras vidas en función de nueve meses, sobre todo, cuando se tienen hijos en edad escolar.
Mi verano de hoy es muy distinto por razones obvias, aunque reconozco sus bondades: salimos más, disfrutamos más en familia, hacemos otras actividades, trabajamos algo menos, en general, salvo los negocios esclavos, el bendito campo del que somos punteros en esta tierra y los propios de la época estival.
Ahora bien, el máximo exponente que representa esa cultura popular que adora el verano por encima de las expectativas debidas es la fiesta del pueblo. He recorrido algunas a cuenta de invitaciones y de relaciones cada vez de mayor afinidad, y me han servido para observar -una de las cosas que hago casi sin pensar, es decir, sin que me consuma energía extra-. Así voy sacando conclusiones y vivencias que contar.
En esas fiestas, desde Santa Marta a Pedrosillo El Ralo, pasando por las que me proveerán en este puente cargado de ellas por toda la provincia, desde Cantalpino a La Alberca, voy sacando como principal conclusión que la política municipal es otra cosa, que en los pueblos hay mejores relaciones humanas y que, por destacar solo tres de entre otras muchas, son en estos espacios más chicos, como se dice vulgarmente, donde se preservan mejor las tradiciones. Por partes. Este verano ha venido cargado de política nacional, esa que lo infecta todo, porque, como los objetivos son más ambiciosos y los altavoces más grandes, nos inunda.
En los municipios, el alcalde es uno más. Se arremanga, montando, recogiendo, sirviendo… lo que haga falta. Dando ejemplo. Y aún más, dialoga con sus conciudadanos, se relaciona con ellos. Ahí quedarían explicados los puntos uno y dos. El de las tradiciones es más sencillo. En los pueblos se cantan las canciones de siempre, se baila el folclore y se visten para la ocasión. Incluso los más jóvenes no desprecian, sin renunciar a su móvil, su rap o su reguetón, el sentir de sus abuelos, ni aquellas cosas que les unen.
Así que el verano ayuda a rebajar la tensión. Hasta la política nos da un respiro ¡Viva el verano! Lo peor es que se acerca el momento en que volverán a subir las vibraciones. He trabajado en ese ámbito y sé lo duro que es romper con la endogamia. Es un bicho que pica fuerte. Ahora bien, no olviden, por favor, los días en que todos fuimos más felices, sin tanta de su presencia.
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