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No creo que hayan cambiado tanto las quejas de los ciudadanos, en relación con muchas de las decisiones que toman sus políticos, como la publicidad que estas adquieren al encontrar espacio en las redes sociales. Siguiéndolas, pareciera que el mundo se hunde, cuando después las urnas, como máximo reflejo de la voluntad popular -abstención aparte-, se empeñan en vestir de realidad social lo que acontece, nos gusten más o nos gusten menos los resultados. Viene esto a cuento de la suma de acontecimientos vividos en las últimas semanas en la vecina Francia, donde parecía que el país quedaría arrasado por la furia de un tipo concreto de electorado y sus fuerzas políticas. Días más tarde, luce engalanada y asombrosa con París como estandarte, condecorada, por si fuera poca su fuerza histórica y su belleza arquitectónica, con los anillos olímpicos. No he vivido nunca como ciudadano invadido un acontecimiento de semejante magnitud, de modo que expresar una opinión al respecto tendría bastante de osado. Desde luego -las protestas de los franceses no suelen pasar inadvertidas-, no se ven en la lejanía grandes manifestaciones en contra de la cita deportiva, lo que no significa que no estén provocando dificultades añadidas en la vida diaria de los parisinos. Sea como fuere, los miles de millones de espectadores potenciales dan para pensar en que cualquier inversión puede estar justificada.
Me declaro seguidor medio de los juegos, pero no puedo evitar sumarme a cada ceremonia inaugural. En mi opinión, dicen mucho del país organizador y del momento social que atraviesa. Como también sirven para escuchar mensajes positivos contras las guerras, las hambrunas y a favor de alguna que otra demanda social. Con semejante audiencia, alguna conciencia despertarán, o eso espero. No de los políticos, por supuesto.
Total, que, viendo el increíble espectáculo a lo largo de kilómetros del Sena, el pasado viernes por la tarde-noche, no dejaba de pensar en el término «grandeur». Lejos de ser creado como concepto por los galos, nadie como ellos ha sabido representarlo del mismo modo. Desde aquí, nuestra querida Iberia, hemos caído siempre en lo fácil, en lo peyorativo: chauvinismo o arrogancia francesa; sin ver detrás virtudes como el orgullo de nación bien entendido, la lucha por unos ideales comunes o la fuerza del pueblo unido. Es más sencillo ejercer la crítica fácil que aplicarse la autocrítica. Yo prefiero la segunda, siempre y cuando no conlleve la autodestrucción facilona que en el fondo suele esconder una excusa universal. Salamanca es una petite ville al lado de la escalofriante magnitud de París. Pero tal vez, solo tal vez, sería bueno plantearse pensar a lo grande, creer que lo que tenemos es grandioso y único, y salir al mundo a contarlo con chauvinismo charro. Quién sabe, igual podría ser una buena opción.
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