Hace muchos años dirigí un programa de especialización dirigido a juristas. Para garantizar que los aspirantes cumplieran con los requisitos de acceso, exigíamos que aportaran una copia certificada de su título de abogado. Una aspirante que dijo ser responsable de asuntos legales de una gran ciudad presentó un montón de documentos entre los que no aparecía ese título, pero sí otros de postgrado que presuponían la previa obtención de la licenciatura. La aceptamos, hizo el curso y, pasado un tiempo, el juzgado me solicitó todos los antecedentes de esta señora. Había sido acusada en su país de haber engañado a la institución en la que servía, percibiendo cuantiosas dietas para hacer un curso en Salamanca sin tener la titulación requerida. Indignada, me envió un fax –sí, era otra época– en el que denunciaba ser víctima de una cacería política, que ya había sido juzgada anteriormente por hechos similares y que había sido absuelta porque, como decía la sentencia, «… nada demostraba que la acusada no fuera licenciada».
Esta vez, la buena señora sí fue condenada, pero siempre tendré presente lo fácil que es empotrar un título fraudulento en un currículum. Años después, fui a otra capital en la que, sin pudor, los impresores vendían diplomas universitarios en la calle, a plena luz del día, sin que nadie hiciese nada para evitarlo. Si alguien cree que lo que cuento sólo se produce en otras latitudes, que lea la prensa española de los últimos tiempos. Sin retorcer las normas, hay universidades españolas que expiden títulos propios de máster a personas sin estudios universitarios previos, o invisten responsables de cátedras extraordinarias a quienes no son catedráticos. Nada impide que así sea.
¿Qué prodigioso soplo de energía convierte a alguien en político? Cubre al ilustre con un título y verás cómo brilla, aunque en su vida no haya trabajado en otra cosa que no sea ocupar cargos, aunque no haya cotizado a la Seguridad Social ni como monitor de un campamento o, en suma, aunque no haya hecho nada para ser acreedor de tanto mérito. Se piensa que las distinciones universitarias visten más que un traje de alta costura y las universidades, aprovechando el prestigio que aún conservan, juegan con la ambigüedad de las normas. Por eso creo que no es suficiente con luchar contra el grosero fraude. En defensa propia, animaría a nuestras universidades a acabar con la confusión que generan todas esas zonas grises que a veces alimentan. Para actuar correctamente, no siempre basta con estar dentro de la ley.