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Tal vez, algún día conozcamos las claves del fallo multiorgánico del Estado que dio lugar a la catástrofe de Valencia. Comenzando por el sistema de alerta hasta la asistencia a las innumerables víctimas, todo ha sido un caos. Si quienes debieron actuar hicieron todo lo que pudieron, qué poco pueden. Quedan por dar muchas explicaciones y, cuando proceda, que no es ahora, la dimisión de unos cuantos altos cargos a los que sólo deseo que nunca olviden cuánto dolor ha causado su ineptitud. Repugna a toda lógica que tanta desolación perdure en lugares como Aldaya, Chirivella o Paiporta, situados a muy pocos kilómetros del centro de la tercera mayor ciudad de España. Mientras Valencia acogía miles turistas que aprovechaban el puente de Todos los Santos, otros puentes fueron los que cruzaron a pie los descoordinados voluntarios, cargados de agua, comida, herramientas y, sobre todo, toneladas de empatía ante la tragedia de sus semejantes.
Semana y media después de que el tsunami llegara de tierra adentro, me aventuro a formular un par de conclusiones generales. Va la primera: más allá de responsabilidades estrictamente personales, las inundaciones de Valencia demuestran que nuestro federalismo cooperativo no funciona; que nuestras comunidades autónomas reclaman legítimamente competencias, pero no siempre saben actuar cuando hace falta. Quienes no han asimilado la distribución territorial del poder –tiempo han tenido, cuarenta años después de que se aprobaran los últimos estatutos de autonomía– actúan despreocupadamente pensando que el Estado central está para resolverlo todo, sin apreciar que, en un marco de competencias concurrentes, nuestro modelo requiere de la permanente colaboración entre instancias. Naturalmente, eso no lo entenderá nunca Victoria Federica.
Segunda conclusión: el remedio a las riadas no vendrá de la mano de siniestros influencers, de reporteros melodramáticos, ni de políticos de karaoke y chaleco de emergencias, sino de los científicos y los técnicos. La ciencia, que puso coto a la pandemia, también tiene soluciones conocidas desde hace tiempo para evitar desastres como el de Valencia. Mientras la temperatura del Mediterráneo alcance en verano valores caribeños, marcaremos en rojo la temporada de huracanes en Levante. Si los muchos gobiernos por cuyas manos ha pasado la gestión de nuestros dineros hubieran hecho caso a quienes conocen realmente el problema, esto no habría pasado. Habríamos ahorrado miles de millones de euros y, de paso –valga la cruel ironía–, el sufrimiento de infinidad de personas y la pérdida de cientos de vidas.
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