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Hace ya casi dos siglos, Larra denunció la inoperancia de la administración española. En su célebre Vuelva usted mañana, describía las desventuras de un ingenuo francés que pretendía invertir su fortuna en España y que creía que en un par de semanas podría resolver sus asuntos, restándole aún tiempo para turistear por la Villa y Corte antes de regresar a su país. Por conocido, evito relatar el frustrante resultado de su intento.
Siempre habrá funcionarios buenos y malos, como en toda actividad. Pero lo que ocurre en nuestros días no se debe a la indolencia de los servidores públicos, sino a la necedad de quienes diseñan los procesos. La burocracia no siempre es un orden racional orientado a la buena gestión de los asuntos, como debiera ser. Con demasiada frecuencia, es un lamentable artificio destinado a asegurar el poder de las autoridades, al tiempo que una perversa forma de atribuir al ciudadano responsabilidades que no le corresponden. De todo ello deriva un aparato ineficiente, ajeno a lo que cabría esperar de una administración conforme a los principios constitucionales.
La pasada semana, inicié trámites para pagar una factura con cargo al máster que dirijo en mi Universidad. Correspondía al almuerzo de un profesor de Madrid que esa misma mañana había impartido cuatro horas de clase. A diecisiete euros de vellón ascendía el menú. Ayer creo que conseguí completar el expediente: factura con todos sus códigos y claves, permiso escrito del vicerrector competente para hacer ese consumo, declaración de gastos protocolarios –como si fuese protocolo dar de comer a un trabajador que no cobra dietas– y, para concluir, testimonio expreso de que no hubo en mí ningún interés espurio en la elección del restaurante. ¡Un buen amasijo de firmas electrónicas pasadas por la impresora! Habrá quien sonría al ver las pruebas a las que debí someterme, pero siento los estertores de la muerte cuando recuerdo que es éste –u otro muy similar– el procedimiento que siempre hay que seguir, por nimia que sea la cuantía.
Vulgar ejemplo de actividad cotidiana. Por eso, cada vez estoy más convencido de la cantidad de gobernantes que sobran y de las cabezas pensantes que faltan. Un poquito de contabilidad analítica permitiría conocer los costes económicos y ambientales derivados de la tramitación de esos diecisiete euros. Seguro que un buen ingeniero industrial no sólo ayudaría a optimizar esa burocracia tan disfuncional, sino que además colaboraría a que el desánimo no se extendiera con la velocidad que hoy lo hace.
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