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Supuse que era Michael York interpretando la fuga de Logan. Después creí que era una nueva retransmisión plomo de las olimpiadas de París. Sin embargo, al fijar mi atención en uno de los corredores, me pareció ver al prófugo de Waterloo entre una multitud que lo vitoreaba. Me llevé una gran decepción al darme cuenta de que ese chico no estaba en forma. Demasiado fondón para llegar con resuello al estalache municipal. Además, la chaqueta, un tanto parroquial, no se le ajustaba con elegancia. Desde luego, no había sido cortada en Savile Row, que es donde se visten los pocos dandis que le quedan al mundo. Para mí le apretaba de sisa y se le abombaba sobre unos lomos engrasados, a nuestra costa, con fuagrás de oca y marrón glacé. Tuve la sensación de que la imagen del gran héroe catalán era la misma que la de cualquier funcionario catastral en cualquier provincia española.
Otra cosa sería si el prófugo hubiera aparecido, vestido de domador, a la grupa de un elefante, como Ramón Gómez de la Serna en París. Estoy seguro de que todos los españoles habríamos solicitado su perdón al juez. Incluso habríamos pagado, por suscripción popular, los servicios mágicos de David Copperfield, el gran ilusionista, la única persona capaz de pulverizar a un elefante en un escenario. Nada le hubiera costado añadir a su número la desintegración molecular del jinete domador.
Claro que en tal caso tampoco habría sido posible suspender la Operación Jaula, diseñada a bombo y platillo por la llamada Gran Cúpula de los Mozos de Cuadra. Una operación que consistió en un movimiento envolvente y rastreador con el fin de cotillear los secretos que los ciudadanos guardaban en el maletero de sus coches. Se comenta que, menos al prófugo, encontraron de todo.
Naturalmente, los españoles nos preguntamos por qué motivo no se detuvo al guripa antes de que diera la murga con el mitin. Resulta inevitable la sospecha de que todo aquel espectáculo ya estaba pactado. Sin embargo, también hay que ponerse en el pellejo de los guardianes del orden. Me refiero, claro está, a los que no tienen otra misión que la lucha cuerpo a cuerpo. Incluso es posible que la Cúpula les ordenara la detención del delincuente. No obstante, esos pobres chicos puestos en el brete de proceder a la captura, seguramente se lo pensaron dos veces al ver la clase de guardia pretoriana que llevaba el reo. Téngase en cuenta que, tanto a un lado como a otro, lo custodiaban dos fieras corrupias que no eran, precisamente, ni la duquesa de Guermantes ni la marquesa de Villaparisis. Tampoco parecían las chicas topolino de Paco Umbral, pero sí dos valquirias dispuestas a rebanar el cuello al primer madero que osara acercarse a su hombre. Como para jugarse la vida en plan camicace japonés.
Una de ellas era Laura Borrás, tectónica, altiricona y fanática de toda esa teogonía hortera y pueblerina del separatismo. Esa chica no hubiera tenido precio como luchadora transgénica en el Campo del Gas. Habría vencido hasta el mismísimo Hércules Cortés con tan sólo endilgarle un golpe de nalgas en plan rumba catalana. La otra era, sin duda alguna, Miriam Nogueras, que vestida con un batín blanco y unos calzones negros saltaba y soltaba los puños como si estuviera a punto de subir al ring para pelear con Rocky Marciano. Esa chica tiene la misma sonrisa que las hienas del Kilimanjaro.
Pues bien, con esas dos de parapeto, ni una compañía de mozos se hubiera atrevido a pedir el carné al prófugo. Tampoco una bandera de la Legión habría conseguido atravesar el cordón sanitario de las dos valquirias en plena orgía wagneriana. Solamente Marlaska, con su grito intrépido de Tarzán, hubiera podido ahuyentarlas. Ni las trompetas del Apocalipsis habrían conseguido tal efecto disuasorio. Qué miedo.
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