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No creo que el general Yagüe, ese sí que era un general, demandara permiso alguno para entrar en Barcelona. Era su obligación como militar salvar a los barceloneses de la DANA socialista y demás rufianes de la pradera. No me lo imagino llamando al honorable para que, por triplicado y una póliza de tres pesetas, le concediera el pase de guerra a la zona. Tampoco imagino al general Patton, aquel loco y genial sibarita, llamando al director del Hotel Steinplatz de Berlín para reservar una suite con adornos dorados.
Recuérdese también que el general Franco tampoco recibió el permiso del alcalde de Toledo para salvar el Alcázar del escrache de los valerosos artilleros de la calle Ferraz. También me habría parecido de idiotas si el general Leclerc hubiera solicitado la venia de Dietrich von Choltitz para poder entrar en París y liberar a los parisinos del yugo nacional-socialista. Ni siquiera el tribuno Marco Antonio tuvo en consideración las protestas de los sacerdotes egipcios, nada progresistas, cuando realizó aquel medio tirabuzón sobre la bañera de la reina Cleopatra.
Sin embargo, amigos míos, resulta que un general español, después de ser activada su unidad, necesitaba el permiso de un político para empezar a salvar a miles de ciudadanos que se ahogaban bajo las aguas y el barro ecologista de una riada. No entiendo que un general pueda ser tan protocolario como para frenar a sus tropas en una acción tan urgentemente humanitaria. Para mí que cumplía órdenes estrictas de la autoridad civil competente, es decir, del sátrapa de la Moncloa. Claro que para estos casos, mi general, hay que poner en práctica los principios inalienables del militar. Lo primero, obviamente, es la vida de los ciudadanos, que son la patria del soldado. Y al carajo los intereses espurios de los políticos y sus estrategias electorales.
Dígame, general, qué han hecho de usted todos estos burócratas gubernamentales de dudoso linaje. Lo siento, pero la única manera que tiene vuecencia de salvar su dignidad es dejar de aferrarse a la excusa del permiso comunitario y dimitir de su cargo «a la voz de ya», expresión cuartelera que un servidor necesitó asimilar durante quince meses de mili a las órdenes del sargento de hierro Pérez González y del general Engo Morgado, un soldado de los pies a la cabeza.
¿Dónde están los militares? Esta ha sido la pregunta que durante casi una semana nos hemos hecho todos los españoles. Una ausencia que nos ha impulsado a sospechar que detrás había una estrategia pergeñada desde las letrinas de la Moncloa. Después de esta tragedia, pensaría algún guripa adornado con su máster de Harvard, nos ocuparemos de que toda la culpa sea del Partido Popular y, por supuesto, la Comunidad levantina caerá de nuestro lado como fruta madura.
Sin embargo, son muchos los muertos y la zona ha sido devastada hasta niveles imposibles de concebir. Demasiado espeluznante para tragarse esa píldora. Esta tragedia va a salpicar a todo el mundo, empezando por los ecologistas, progresistas y milicos para terminar, eso espero, por la fauna socialista y ese otro chico del PP que no ha dado la talla. Todos ellos han permitido que un oportunista sin escrúpulos haya convertido a la democracia parlamentaria en el régimen más corrupto de la historia de España.
Hasta el ejército ha cantado la gallina incluso en una situación de guerra total contra los elementos climáticos. ¿Qué pasará el día en que los marroquíes invadan Ceuta y Melilla? Una situación que el CNI ha vaticinado, por cierto, no muy lejana en el tiempo. En tal caso no me gustaría que el ínclito general de la UME asumiera el mando. Me lo imagino a la espera de que le llegue el permiso de los presidentes comunitarios para aparecer por el campo de batalla. No obstante, sólo es un suponer.
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