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Todo el Romanticismo se ha nutrido de fantasmagorías como las de Ramón, que escribió aquel libro titulado «Los muertos y las muertas». Se trata de un tema que a los españoles, por su sentimiento trágico de la vida, según don Miguel, nos apasiona especialmente. También a los sudamericanos, que de lo nuestro heredaron, pero teñido siempre de colorines, canciones y bandas de jazz, como las de Nueva Orleáns. Los yanquis son menos folclóricos y más gastronómicos a la hora de enfrentarse a la muerte. Mejor dicho, al sepelio. Porque, en realidad, la muerte no existe, tan sólo el velatorio, el funeral y la comitiva de vivos hacia al campo santo. A los españoles en general nos gustan mucho las procesiones, y un entierro, claro, es una oportunidad ni que pintada para organizar una de las de verdad, no como las de Semana Santa, donde los muertos son de madera de pino. Como sabemos, los mejores escultores españoles son los imagineros: Salcillo, Montañés y Juan de Juni, entre otros, unos genios para conseguir que los muertos parezcan muertos o a punto de morir, pero de mentira.
Me refiero a que a los españoles nos gusta celebrar la vida mediante el culto a la muerte, como a los legionarios, que se dicen su novio y cantan aquello de que son carne de un ciego destino, algo cursi para mi gusto. Sin olvidarnos, claro está, de la Tauromaquia, el arte español por excelencia, y de esos grandes artistas que son los toreros, que en la plaza miran a la cara de la parca como si fueran a declararle su amor y demás protocolos al uso.
Naturalmente, no deberíamos olvidarnos de los socialistas, que a su manera contribuyen cada vez que pueden al crematorio nacional para su propio beneficio.
Me refiero a que, de vez en cuando, ordenan que suenen las trompetas del apocalipsis según el grado de podredumbre que les marcan los sondeos. Los muertos y las muertas, al parecer, tienen un valor inestimable en lo que se refiere a la captura del voto. Por ejemplo, en lo que va de democracia, en dos ocasiones han recurrido a los cementerios para convencer al censo de sus bondades. La primera fue aquella en que el PSOE, que de nuevo iba a ser vapuleado en las urnas, tuvo la suerte de que le llenaran de muertos unos trenes llenos de pasajeros. Oiga, mano de santo, tres días de campaña intensiva en las televisiones y el vuelco electoral se produjo como por arte de sortilegio. Doscientos muertos fueron la varita mágica para que Zapatero comenzara su mandato, demostrando al mundo que siempre cabe un tonto más bajo la cúpula del cielo.
El caso es que el remedio se ha convertido en la panacea de los socialistas para llegar y mantenerse en el poder. Ahí tienen a Sánchez moviendo muertos de un lado a otro, en procesiones macabras, a ver si acaso los sondeos le auguran unas cifras aceptables. Y ahora, como era de esperar, cuando el destino se le aparece en forma de exilio mexicano, pero sin el oro del Banco de España, quiere que los muertos y las muertas del franquismo acudan al rescate de su familia y demás presuntos delincuentes.
Por mi parte, le aconsejaría que a esos muertos le añada los asesinados por la República, más las doscientas víctimas inocentes de la riada, pues todos estarían encantados en ayudar a su señoría. No obstante, antes debería organizar un festival de conjuros para resucitar el alma del gran Perry Mason. Solamente un abogado de alta gama en asuntos penales sería capaz de librarle de pasar una temporada en el infierno, junto a Baudelaire y al espíritu tenebroso de Edgar Allan Poe, que siempre anduvo en compañía de muertos y de muertas. Seguro que ambos le ayudarán a competir, electoralmente, contra el partido demoniaco de Belcebú, que por supuesto es de derechas, madridista y alumno aventajado de Friedrich Hayek. Ni que fuera idiota.
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