Morante, rey de reyes
José Antonio, maestro, para rezar ya están las iglesias, como le hubiera aconsejado Su Majestad El Viti
Hace algunos años presencié una corrida concurso en San Sebastián. Morante, El Juli y Eduardo Gallo fue el cartel de una tarde muy entretenida. Una pena que esa plaza parezca un pabellón deportivo, si bien resulta un coso de lo más cómodo y no sale uno como si hubiera estado en una batidora a pleno rendimiento. Claro que la torería comienza por la arquitectura y sabemos que las modernidades a veces no son proclives a las tradiciones estéticas de cualquiera de las artes. No obstante, los tres toreros estuvieron a la altura de lo que se esperaba de ellos.
La jornada fue bastante completa, ya que por la noche televisaron un Real Madrid-Athletic de Bilbao. De modo que me senté a verlo en la cafetería del ho-tel. Lo curioso es que estuve solo durante unos minutos. De repente, giré la cabeza y a mi lado se había sentado un señor muy silencioso que, como aperitivo, desenvainó un Cohíba con la parsimonia de los grandes duques. Se trataba de José Antonio Morante de la Puebla. No me lo podía creer. Las dos únicas personas que había en aquella cafetería hotelera éramos Morante y un servidor. Como es preceptivo, le di la enhorabuena. No en vano había cortado una oreja a un toro muy encastado de Fuente Ymbro. El maestro, con mucha educación, me dio las gracias y después se sumió en un silencio de lo más elocuente. Sin embargo, me dije que era una oportunidad de oro para entablar una pequeña tertulia con el diestro que mejor ha toreado desde que Paquiro estableció las primeras normas de la tauromaquia. Maestro, le pregunté, ¿de qué equipo es usted? Entonces va él, da una profunda calada al puro y, soltando el humo con la lentitud reflexiva de los filóso-filósofos, me contestó: «Yo soy de Sergio Ramos». Y se volvió a sumir en otro silencio aún más profundo si cabe y como candado con los siete sellos de las reglas monásticas. Aún conservo, como oro en paño, la funda de su Cohíba.
Morante no realiza ese toreo de los toreros poderosos y no le vale cualquier toro. Me refiero a que no es un cocalero que trabaja para ganarse el jornal. Morante despliega su arte sólo cuando los duendes le asisten. Morante es un poeta y por ende su toreo es virgilianamente lírico, delicado, profundo y su gracia lleva la marca indeleble de los elegidos. Por eso no me gustó la otra noche, en la plaza de Marbella, cuando lo vi arrodillado en la arena. Parecía que suplicaba ser acogido cofrade en el seno del tremendismo. José Antonio, maestro, para rezar ya están las iglesias, como le hubiera aconsejado Su Majestad El Viti, torero tan poderoso como artista, tocado también por la varita mágica de los dioses.
Se entiende que los tendidos prefieran en su mayoría las maneras de los dominadores. Al fin y al cabo, el sentido último de la tauromaquia es poder al toro, estar por encima de su bravura, es decir, imponer la fragancia sutil de la inteligencia a la bestialidad del animal. Eso es el toreo y eso es torear. Y no sería bueno para la Fiesta que todos los toreros esperaran de brazos cruzados al pastueño que destape el tarro de sus esencias. Sin embargo, la Fiesta también necesita que de vez en cuando aparezca media docena de maestros que le griten al mundo que una cosa es ejercer el toreo y, otra muy distinta, el arte sublime de torear.
Así que no me parece razonable que un chaval arrogante, de una valentía soberanamente vulgar, cuyo toreo, aunque dominador, suele ir acompañado de un recital circense de posturitas ridículas, nos llegue desde Perú con las ínfulas de un conquistador y, para colmo, señalando atrevidamente nada menos que al hijo predilecto de los cielos. O sea, al rey de reyes. Si yo fuera presidente, tú, chaval, serías vetado hasta en las capeas patronales. Sobre todo, en las de Trujillo, mi pueblo, la cuna del Perú. Por faltarnos al respeto.