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La inmortalidad es cosa de tres

Tres angelitos que han venido al mundo con el único propósito caritativo de procurar a la gente una muerte rápida

Jueves, 11 de septiembre 2025, 05:30

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El fantasma totalitario que recorre el mundo radica en el espíritu de los tiempos. Me refiero a Occidente, claro, ya que desde el Oriente no llegaron jamás los aromas de esa entelequia que hoy llamamos Democracia. De manera que el espectáculo del gran desfile militar celebrado en China no es otra cosa que un aviso a navegantes. Y la Rusia que, después de setenta años de miseria y terror, trató de europeizarse mediante una constitución democrática sólo fue un espejismo luminoso que Putin se encargó de apagar por el método criminal que aprendió en los sótanos del KGB.

Desde la invasión de Ucrania el mundo ha vuelto a polarizarse en dos bloques no tan bien definidos como parece.

Curiosamente, el trato vejatorio que el orate de Trump emplea contra la Unión Europea, su única aliada fiable junto a Israel y Marruecos, obliga al bloque occidental a resquebrajarse sin remedio. De modo que jamás en la historia reciente, los Estados Unidos se han sentido tan solos como en este momento. Y, al parecer, su único propósito como nación industrializada es venderse armas a sí misma y, de rebote, a la pobre Úrsula van der Leyen. Obviamente, para llevar a cabo una misión tan edificante necesita pequeñas y diversas guerras en todo el orbe y, sobre todo, convencer a los europeos de que el imperialismo zarista de Vladimir es, sin duda alguna, quien viene a cenar esta noche.

Claro que a la hora de vender armas no sólo están los grandes almacenes americanos. El otro día, sin ir más lejos, pudimos observar cómo los chinos sacaron a relucir en el desfile todo su muestrario militar. Unas armas que brillaban como las lentejuelas de una corista del Teatro Martín. Solamente faltó que cada misil, carro de combate, robot asesino, dron volador y el cañón Berta llevaran la etiqueta con su precio de venta. Dos clientes honorarios y de prestigio mundial se dieron una vuelta por Pekín: el quesero Kim Kong-un y Vladimir Putin, nieto del cocinero del asesinado Nicolás II, zar de todas las Rusias. Ambos con la cesta de la compra colgada del brazo y la tarjeta Visa entre los dientes. Digo yo que con la finalidad de llenar sus frigoríficos familiares de pepinos vitamínicos de corto y largo alcance.

Naturalmente, Putin tampoco se quedó corto en el asunto del marketing. También quiso vender sus productos. Por ejemplo, todos pudimos ver y oír cómo, al estilo charlatán del gran Ramonet, ese jodido ruso del demonio trataba de colocar a sus dos colegas el secreto de la inmortalidad. O sea que el chino, Xi Jinping, trataba de vender sus juguetes eléctricos de destrucción masiva; el coreano quería a toda costa que probaran sus malditos atascaburras de queso Emmental; y Vladimir Putin intentaba convencerles de que poseía la fórmula mágica para asesinar a destajo durante toda la eternidad. Tres angelitos que han venido al mundo con el único propósito caritativo de procurar a la gente una muerte rápida, sin paliativos ni mandangas y a precios reducidos. Un buen misilazo nuclear en mitad de las jaquecas y a morir que son dos días.

Uno supone, claro está, que nuestro Pedro del alma, alborozado como un niño en el día Reyes, al oír la noticia del invento habrá ordenado a la elementa de Leire Díez que, en cuanto termine de mentir en el Senado, se dé una vuelta por las cloacas esteparias rusas por ver si puede pillar, burla burlando, al menos cuarto y mitad de la fórmula mágica de Putin. Aunque sólo sea para dar un sorbito del mejunje con el fin de prolongar la vida como unos doscientos o trescientos años, que tampoco son tantos si bien se mira. O sea, el tiempo justo y necesario para derrotar en las urnas a la malvada de Isabel Ayuso y, por supuesto, mantener en la fiscalía el cadáver incorrupto de don Álvaro o la fuerza del sino. Como si lo viera.

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