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La infalibilidad de los argentinos

La Iglesia sólo habla de asuntos humanos, demasiado humanos, porque no se atreve con la metafísica

Jueves, 24 de abril 2025, 06:02

Lleva uno suficientes papas a la espalda para saber que nunca fueron tan influyentes como se presume. A pesar de ellos, la vida sigue igual de jodida que siempre, es decir, las guerras siguen su curso y las jais continúan en su empeño de liarnos a base de Chanel y el liguero negro de los sábados.

A Francisco le gustaba hablar de pobres y ricos, opresores y oprimidos, la guerra, la paz y los beneficios de las empresas, pero ni una sola palabra que aclarara el misterio de la vida y de la muerte. Y es que la Iglesia sólo habla de asuntos humanos, demasiado humanos, porque no se atreve con la metafísica. En realidad, no sabe un carajo sobre el Más Allá. Ni siquiera se les ocurre explicarnos, un suponer, la literatura mística de los santos que ellos canonizaron. Sin embargo, hay curas que parecen tomar café con Dios todas las tardes, como decía Schopenhauer de Schelling, que filosofaba como si tuviera noticias de primera mano.

Cuando hace medio siglo me acusé en confesión de que una vecina había puesto en peligro mi vista y la médula espinal subyacente, el cura me aseguró con total convencimiento de que Dios estaba muy enfadado conmigo. Me lo dijo con tal predominio que pensé en que había desayunado con Él esa misma mañana en el hogar del jubilado.

Bueno, pues si ese señor solía hablar con Dios tan a menudo, me dije que al menos podía preguntarle, maldita sea, sobre los secretos del Santo Grial. Un misterio que a los cristianos nos tiene en suspenso desde el principio de los tiempos. O también sobre esa vaina de la duda metódica de Descartes y el panteísmo primaveral de Spinoza.

Pues bien, cuando los cardenales del cónclave eligieron a un argentino como guía espiritual de la Iglesia, me dije que por fin habría en el Vaticano un cura realmente infalible, ya que el anterior, Benedicto XVI, expresó ciertas dudas acerca de su propia infalibilidad dogmática. Me refiero a que los cardenales decidieron vestir de blanco a un argentino por la sencilla razón de que éstos vienen infalibles de fábrica. Debieron de pensar que así no necesitarían confiar en la eficacia, a veces algo voluble, del Espíritu Santo. Y, como los argentinos no se callan ni debajo del agua, resulta imposible que alguien se atreva a discutirles la doctrina, por muy revolucionaria y trabucaire que sea.

Otra cosa es permitir que un argentino, después de la ruina en que han dejado su nación, controle los entresijos políticos y económicos de un Estado como el Vaticano. Un riesgo innecesario para la salvación de las almas. De manera que cuando subieron a Francisco en la silla gestatoria, alguien debió sugerirle que la empresa no debía cambiar de ejecutiva, ya que era justo y necesario que las finanzas siguieran el camino trazado por el «consigliere» Bertone.

Francisco, a cambio, exigió el privilegio de disertar, urbi et orbi, sobre el celibato, la libertad sexual de los fieles y acerca de la teología de la liberación que aprendió de jesuita allá en la pampa. Por ejemplo, su rechazo visceral al ecumenismo hispánico. De ahí que como papa se negara a visitar España, creyendo tal vez que los españoles nacemos genéticamente genocidas, como sugiere la Leyenda Negra, que ha debido de ser su libro de cabecera en las noches solitarias de su papado.

Francisco tampoco respondió a las oraciones de los monjes benedictinos que custodian el Valle de los Caídos. Tanto por propia iniciativa como por las presiones diplomáticas de los socialistas, herederos de aquellos que en 1936 asesinaron a más de siete mil religiosos solamente por el delito de ser religiosos. Tampoco dijo ni pío sobre la profanación de la tumba de Franco, ese señor bajito que salvó a la Iglesia de un verdadero genocidio, concediéndole después todo el poder exigido. Omnímodo, diría yo.

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