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CONVERSACIONES CON CIRO BLUME

La catenaria

Lo más probable es que ese guripa acabe en el consejo de administración, un suponer, de la misma Renfe

Jueves, 8 de mayo 2025, 05:30

Como ahora ando algo sordo del pie derecho y mis oídos ya no caminan como antes, resulta que a veces no entiendo bien lo que dice la tele. De modo que la otra tarde, estando yo traspuesto después de la comida, me desperté cuando Alba Lago, monísima, pronunció la palabra mágica de los últimos días: «catenaria». Sin embargo, entendí nada menos que «Catilinarias». Naturalmente, mi asombro fue mayúsculo al pensar que por fin amortizaría el dineral que ahora cuesta un aparato de televisión. Recuerdo que cuando fui a comprarla le pedí al vendedor que me envolviera una de contenidos elevados y en la que siempre ganara el Madrid. ¡Qué decepción!

Bueno, pues estuve un buen rato expectante a que la señorita Lago, altisidórica, le entrara a los discursos de Cicerón contra Lucio Sergio Catilina, aquel senador romano que tras perder las elecciones para cónsul se puso en plan golpista, como el de Waterloo, y hubo que mandarle la Brunete para que se calmara. Después lo fusilaron, claro, que entonces era la terapia más efectiva cuando algún rufián se rebrincaba y había que domarlo.

Después de dos mil años no nos vendría mal que un Cicerón abriera una sesión parlamentaria con aquella frase inaugural del primer discurso: «Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia». Pongan ustedes el nombre que más les apetezca en el lugar del traidor.

Cuentan que a Catilina, viéndose perdido, se le ocurrió levantarse en armas, lo mismo que a Largo Caballero y su banda de asesinos cuando, en 1933, las derechas de Gil Robles ganaron las elecciones. Todavía hay quien recuerda a Indalecio Prieto, enfundado en unas enaguas gigantes, paseando por la playa de Gijón a la espera de los máuseres del levantamiento.

Sin embargo, Alba Lago, arcangélica, no soltaba prenda sobre el asunto que uno había supuesto. Incluso tuve el pálpito de que tal vez se hubiera referido a las Catilinarias de Juan Montalvo, escritor ecuatoriano que la emprendió contra Ignacio Veintemilla, presidente de la república de Ecuador, siglo XIX, que como buen demócrata trató de acumular demasiado poder más allá de la norma constitucional. Al parecer, estas otras Catilinarias fueron, durante un tiempo, la lectura política de don Miguel de Unamuno, quien se emocionó al leer uno de sus fragmentos: «Desgraciado el pueblo cuyos empresarios son humildes con el tirano y donde los verdaderos demócratas no hacen temblar al mundo». Desde luego, servidor ha efectuado algunos cambios por la cosa de extrapolarlo a nuestro tiempo.

Obviamente, Alba Lago, anabolénica, no podía mencionar nada al respecto, ya que en su guion la palabra que aparecía escrita era «catenaria». Un término geométrico que también me pareció admirable para ser discutido en alguna tertulia de supernumerarios. De modo que para llegar a un conocimiento, al menos superficial del tema en cuestión, he tenido que tirar de chuleta, como cuando copiaba en Anaya para la vaina del Preu. Y me entero de que la catenaria, maldita sea, es la envoltura de la «tractriz», que es la curva que describe un objeto arrastrado por otro que se mantiene a distancia constante y que se desplaza en línea recta. Demasiado para Gálvez. De modo que cuando por fin me entero de que la catenaria es, además, un alambre eléctrico que mueve a los trenes, y que el guripa encargado de su manejo es el ministro Óscar Puente, no me fue difícil entender por qué los usuarios, día sí y día no, corren a la intemperie como putas por rastrojo. Tal vez el problema se solucionaría si alguien le mandara al motorista y si te he visto no me acuerdo. Claro que alguno desearía que le ocurriera lo mismo que al sinvergüenza de Catilina, pero estos son otros tiempos y lo más probable es que ese guripa acabe en el consejo de administración, un suponer, de la misma Renfe. Se lo imaginan gritando: ¡Más madera! ¡Más madera!

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