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El baile de los malditos

No sé qué va a ser del mundo sin la presencia estelar de los pobres. Y sin pobres en las calles y en los aeropuertos

Jueves, 22 de mayo 2025, 05:30

Desde hace un par de siglos, los pobres están de moda. No hay discurso parlamentario, mitin electoral y homilía parroquial en que no se les nombre. La otra mañana, por ejemplo, el nuevo papa recordó a los pobres en su primera alocución desde el balcón de la Logia de las Bendiciones, que suena a pura masonería, con perdón. Parece como si fuera una obligación acordarse de los pobres cuando uno se dirige a las multitudes o delante de una cámara, que viene a ser lo mismo. De modo que el día en que ellos desaparezcan gracias a la Agenda 2030, habrá que renovar el discurso y tomarla con otro estamento social de la misma fuerza categórica.

Sin embargo, me parece que será un tanto difícil encontrar una bicoca semejante. La verdad, no sé qué va a ser del mundo sin la presencia estelar de los pobres. Y sin pobres en las calles y en los aeropuertos tampoco habrá ni curas ni socialistas, que eso sí será un gran problema para la humanidad, acostumbrados como estamos a verles en el telediario como si fueran actores de una película de policías y ladrones.

O sea que los pobres son la sal de la tierra. Sin ellos apenas hubiera habido literatura, cine, mítines políticos y ni siquiera iglesias. La Famélica Legión y la Corte de los Milagros han inspirado himnos y grandes novelas, como «Nuestra Señora de París» y «Los miserables», de Víctor Hugo; «David Coperfield» de Charles Dickens; y toda la novela picaresca española. Sin hablar de «Las uvas de la ira», de John Steinbeck. Me pregunto qué hubiera sido del mundo sin los escritores comprometidos. Incluso la pintura también se hubiera visto mermada en su producción. Por ejemplo, no hubiéramos podido contemplar «La balsa de la medusa» de Gericault, ni tampoco «Napoleón, que era pobre, visitando a los apestados de Jaffa».

Claro que si la agenda 2030 acaba con la pobreza, también suprimirá de un plumazo la existencia de los ricos, ya que el capital que estos acumulan servirá para aumentar el de los pobres. ¿Y qué será del mundo sin los ricos? Por ejemplo, a los socialistas se les habrá acabado el discurso y ya no podrán irse de putas porque no habrá burdeles donde gastarse el dinero de los contribuyentes. Eso sí, seguirán existiendo los paradores de turismo, pero sin rameras y sin la Viuda de Clicquot.

Además, los ricos siempre fueron el espectáculo de los pobres, su entretenimiento por excelencia. Por ejemplo, sin los ricos no hubieran existido las obras de teatro de Oscar Wilde ni de Noël Coward. Ni tampoco los pobres hubieran disfrutado en masa de «Dallas» y «Falcon Crest», aquellas dos series televisivas con protagonistas de mucha pasta y pavas de piernas largas y de negro satén.

A mi abuela María, que era pobre, le encantaba leer el Blanco y Negro y el Hola. Disfrutaba de lo lindo viendo las fotografías de la boda de los príncipes europeos. Toda esa crisolinfa palaciega vestida con sus mejores tules y el rosario de perlas majóricas. En particular, a un servidor le encantaba leer los artículos de Paco Umbral que, a pesar de ser de izquierda, escribía sobre su amistad con los Oriol, la Díaz de Ribera, Pitita Ridruejo y Camilo José.

Me refiero a que el mundo, tal como está, aunque parezca el baile de los malditos, resulta mucho más estimulante que el igualatorio de nuestra ministra de Igualdad, que por cierto tiene un no sé qué de lo más inquietante. Los pobres, señora, por si no lo sabe, necesitan a los ricos y los ricos a los pobres para que el mundo siga bailando el minué de la vida. Claro que lo malo es nacer pobre, hacerte rico y necesitar un milagro de la Virgen de Begoña para no regresar a tu limbo originario. Un milagro que pasa, claro, por meter la mano en la caja del dinero público y repartirse el botín. He ahí el instinto básico de los socialistas y la madre que los parió.

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