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Dice Mafalda, siempre sabia, que la mejor edad de la vida es estar vivo. Pero intuyes que algo ha cambiado cuando el día de tu cumpleaños las felicitaciones se llenan de frases inspiradoras que no oíste al cumplir los 22, ni los 32, ni siquiera los 42. Y aunque agradezco haber llegado hasta aquí con tan solo algún dolor de rodilla, no puedo evitar pensar que el colectivo de las mujeres de cincuenta y pico no lo hemos tenido fácil.
Hace 52 años Michael Ende publicaba Momo —la maravillosa novela que es mucho más que literatura juvenil—, la OMS declaraba que la homosexualidad no era una enfermedad y Mike Oldfield sorprendía con su Tubular Bells. El mundo, con sus más y sus menos, avanzaba con paso decidido hacia el cambio, mientras en España la vida seguía siendo en blanco y negro.
Las españolas que ahora cumplimos 52 años nacimos bajo los acordes del «Eva María se fue buscando el sol a la playa», mientras las mujeres tenían que pedir permiso a sus maridos para ir solas a esa playa de Eva María, disponer de una cuenta corriente o tener un empleo. El rol de la mujer, con contadas excepciones, se circunscribía a las tareas del hogar y al cuidado de hijos, padres y maridos.
Las últimas décadas del siglo XX trajeron una revolución nunca vista en el campo de la igualdad entre hombres y mujeres. Las mismas madres que se resignaron a una vida en un segundo plano se enfrentaron al mundo para que sus hijas no tuviéramos las mismas limitaciones, impulsando una ruptura generacional sin precedentes. Y de esta manera nos aleccionaron a decidir nuestro camino, a ser independientes en todos los sentidos —incluido el económico—, a estudiar y trabajar en función de nuestras vocaciones. A volar, en definitiva.
Y volamos, colonizamos la universidad, viajamos, elegimos nuestros trabajos, creamos empresas y decidimos si queríamos ser madres o no. Pudiera parecer que estamos cerca del final del trayecto, pero no es así. Porque al regresar cada tarde a casa, las mujeres de cincuenta y pico -igual que las de cuarenta y las de treinta- seguimos siendo las titulares de las tareas del hogar y del cuidado de hijos, padres y maridos. Mujeres empoderadas e independientes, sin ninguna duda, pero también el sostén funcional de la familia, igual que en 1973. El desequilibrio se ha atenuado, pero no ha desaparecido, aunque también es cierto, aunque no se oiga mucho, que hay tareas domésticas tradicionalmente masculinas que lo siguen siendo. En cualquier caso, pienso que la balanza sigue inclinándose injustamente hacia la mujer.
Pero no siempre es así. Y es preciso reconocer a aquellos que se desmarcan de la mayoría, hombres que apuestan por un proyecto con responsabilidades comunes, con un reparto real de tareas, decisiones y cargas. Hombres blandengues, les llamaría el Fary, pero yo les llamo Hombres, en mayúscula y sin adjetivar.
Mis 52 años me dicen que aún hay mucho camino por delante para que la igualdad que soñaron nuestras madres sea una completa realidad. Y que es preciso seguir avanzando. Nos lo debemos y se lo debemos a ellas.
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