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Al ser humano lo distingue la conciencia de su finitud. “Morir tenemos, ya lo sabemos”, proclaman los cartujos como parte de ese rito de preparación a la muerte que los distingue. Según envejecemos, nuestro natural rechazo a la parca se transforma, casi sin darnos cuenta, en un miedo al mal morir; al sufrimiento que precede al fin de nuestra presencia y que puede prolongarse inútilmente en una lucha que tenemos perdida de antemano.

El historiador Phillipe Ariès hablaba de “muerte borrascosa” al referirse a ese entorno médico que violenta la naturaleza, prolongando artificialmente una vida que irremediablemente se extingue. Otras veces, el sufrimiento del paciente no deriva del encarnizamiento terapéutico, sino del quebranto que para su dignidad supone una enfermedad que lo invalida sin esperanza de recuperación.

Actualmente asistimos al inicio de la tramitación de la ley reguladora de la eutanasia en España. El debate del que derivó la aprobación de su toma en consideración fue agrio. Los opositores a la ley dijeron de ella que constituye un modelo de “solución final”; eso que los nazis, refiriéndose a los judíos, llamaron Endlösung. También acusaron a la iniciativa de ser la forma de ahorrar el coste de las pensiones y de los cuidados paliativos que ya no habría que prestar, como si fueran magnitudes incompatibles. Los argumentos se califican por sí solos y, en general, se niegan a aceptar la esencia del problema.

En el marco de nuestro modelo constitucional, la vida es un derecho fundamental del que cada cual puede disponer. El Estado debe establecer los medios que garanticen ese derecho, pero no puede obligar a nadie a que viva si no quiere, si desea acabar con el sufrimiento inaceptable de vivir. Sin embargo, eso es lo que hace cuando alguien desea acabar con su propia existencia y, requiriendo la ayuda de un tercero, amenaza a éste con la cárcel. Una diputada invocó erróneamente el nombre de Dios en el Congreso. El Derecho de un Estado constitucional como el nuestro no puede ser medio de defensa de convicciones religiosas. En un ámbito de libertad de conciencia, ningún credo puede coartar la prerrogativa esencial de que cada cual decida sobre su propia vida, sobre una vida que encarcela su propia dignidad. Y allá cada cual con su responsabilidad trascendente.

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