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El reality de los realities, aquél que en su momento se presentó como el mayor experimento sociológico jamás creado y que puso a Orwell al alcance de todos, vivía sus horas más bajas de audiencia cuando ocurrieron los hechos que los medios nos recuerdan en los últimos días. Unos hechos, por cierto, que entonces pasaron prácticamente desapercibidos para la mayoría del país.

Un conocido digital publicaba días atrás un vídeo procedente del sumario instruido por la posible comisión de un delito de abusos sexuales durante el desarrollo de la última edición de este concurso, en 2017. En él se apreciaba la reacción de la presunta víctima en el momento en el que le mostraban los actos que ahora están sub iudice y que se produjeron pocas horas antes. Se ve que ella pidió que cesaran las imágenes, y una voz anónima en nombre de la productora la obligó a permanecer en la sala, advirtiéndole que, por el bien de ambos, víctima y victimario, el asunto no debería salir de aquellas paredes. A pesar de la claridad del aviso, el vídeo quedó registrado, quién sabe con qué intención, y ahora lo conocemos todos.

La productora ha expresado públicamente su pesar por lo sucedido, lamentando la existencia de esa grabación y pidiendo disculpas por el tratamiento ofrecido a la concursante agraviada. Lo que parece olvidar es que su formato ha arrastrado ya, a lo largo de su dilatada historia —dieciocho ediciones, más de trescientos participantes encerrados en una casa de la Sierra de Madrid—, una buena colección de lamentables capítulos que han hecho del programa un auténtico subproducto televisivo. Que este soma alimente el cotilleo banal en debates tan absurdos como intrascendentes sólo perjudica a quienes se enganchen a ellos; pero que de la convivencia permanentemente televisada deriven conductas discriminatorias, vejatorias e incluso violentas, algunas de las cuales también ocupan a nuestra justicia penal, es algo que merecería una seria revisión. Es el fin de la especie.

En un mundo en el que el share lo es todo, la guerra entre las grandes empresas de comunicación ofrece resultados imprevistos que nos hacen creer en la resurrección de formatos cuya extinción parecía inevitable. Realmente, ¿acaso hay algo que “no pueda salir” de Gran Hermano?

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