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HASTA hace no muchos años viví con el convencimiento de que mi generación, a caballo entre los “baby boomers” y la “gen X” —para entendernos, los del BUP—, cambiaría el mundo y cambiaría España; y lo hicimos sin ruido ni revolución: al fin se rompió con el viejo mundo y borramos todo rastro de los escombros que quedaban de la II Guerra Mundial y de las alargadas sombras de sus cicatrices emocionales. Con una “Vespa 75 Primavera”, unos náuticos, y los primeros viajes a Nueva York aún con la “Pan Am”, se forjaba una juventud despierta, con futuro, alegre, disfrutona e invencible. Sí, yo fui invencible, y hasta que fallecieron mis padres, inmortal.

Pero todo cambió para iniciar este descenso a los infiernos global en el que vivimos peligrosa y desesperadamente: primero, en 2001, con el colapso de las Torres Gemelas; poco después en España, en 2004, con la llegada de Zapatero a la presidencia del Gobierno. El BUP desde luego no fue la panacea que creí, una fábrica de sueños listos para hacerse realidad; recuerdo lo mucho que me ofendió que ZP, un mediocre relleno de resentimiento, fuera parte de mi generación. Me sentí avergonzado, como si hubiéramos hipotecado el futuro de la nación y traicionado todo el cariño y posibilidades que nuestros padres depositaron en nosotros: la Universidad, el “Ford Fiesta”, los viajes para aprender inglés o simplemente para ver el mundo que ellos no vieron. Para una vez que tuvimos una generación pura y sin miserias, una España tonta y traumatizada nos despertó con un bofetón electoral aquel aciago 14 de marzo de 2004: los imbéciles mutan y se reproducen como “gremlins” hasta haber logrado el sometimiento de nuestra sociedad por el poder político y el control ejercido por la televisión, marioneta del anterior.

Y así nos vemos hoy aquella generación de invencibles: desencantados, escandalizados. De saborear la libertad a dos carrillos a casi haberla perdido, encerrados como nos tienen en nuestros hogares llenos de conexiones a un mundo que no debería ser el nuestro. Fútbol, series, loros disfrazados de tertulianos, periodistas adictas al colágeno, y toda la telebasura del mundo radiada en horario de máxima audiencia. Sí, es la palabra que mejor define mis sentimientos y canaliza mi asombro y mi rabia: escandalizado. De saborear la libertad, que nosotros SÍ conquistamos sin tener que recurrir a resucitar enemigos o a desenterrar muertos, hemos pasado a llorar por las esquinas y a sentirnos sospechosos. Fuimos libres y nos acabaron apuntando por ello.

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