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El silencio, tan grato, tan inmenso y bello cuando se escoge, resulta aterrador cuando se impone. El sábado Salamanca, como tantas otras ciudades de España se quedó en silencio. Justo antes de las diez, las últimas cañas chocadas en un brindis nostálgico de volver a tiempos pasado, esta vez sí mejores, preludiaban una noche sin gente y sin ruidos... En definitiva, sin vida. Cercados por el virus, los salmantinos, se guarecieron en sus casas, sin saber, como el resto de los españoles, si esta es la medida correcta. Si sus 22 horas de tiempo límite o las 23 de otros servirán, además de para acallar las ciudades, para que el COVID-19 se apiade de nosotros y nos deje volver a ser como éramos. En esta restricción que comenzó el sábado y se extenderá en principio 14 días, pero que tiene visos de durar hasta abril o mayo –el Gobierno confirmará- reaparecen los miedos a un futuro golpeado duramente por el confinamiento, la desescalada y los fracasos continuos por contener esta plaga del siglo XXI, que nos tiene desorientados.

Ya apenas nos atrevemos a cenar –aunque sea pronto-, a tomar un taxi y ver una película en el cine -en el horario señalado-, a reunirnos con cinco amigos hasta la hora convenida... La desgana nos invade y también el pánico a que esto vaya a ser para siempre. No compramos, no nos arreglamos, apenas nos hablamos...

Mientras nos llegan noticias de China, de Wuhan, de una vacuna que ya está en funcionamiento, de un mundo que nos obligó a ponernos las mascarillas y que ahora anda ya a cara descubierta, nos preguntamos por qué cada movimiento en esta pandemia parece estar rodeado de oscuridades, por qué no trabajamos todos a una porque tenemos la sensación siempre de que hay intereses ocultos en el otro lado del planeta y en nuestro entorno más cercano. Y en tanto todo eso pasa y la mayor parte de nosotros tratamos de reconducir los temores, de buscar aspectos positivos a esta situación, de aguantarnos con lo que nos toca y ser respetuosos con los demás resulta que hay algunos, sobre todo en la edad de creerse invencibles, que se saltan las reglas, se empapan en alcohol y contienen los gritos, para que no se les oiga tras muros privados. Ahí no hay silencio, sino socialización y vida. Pero también la amenaza de que las palabras cruzadas de unos, las risas y la celebración sean el preludio de una historia interminable. Paremos esta locura. Aunque el silencio de las ciudades nos duela.

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