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El Viernes Santo de mi infancia comenzaba en la práctica el Jueves Santo, poco antes de la medianoche, cuando los monaguillos salíamos con las carracas por las calles del pueblo convocando a “la hora santa”, uno de los actos religiosos más importantes de estos días y que venía a ser, más o menos, como un sermón de 60 minutos, en el que el oficiante se despachaba a conciencia. En esos años el oficiante no era el cura del pueblo, sino alguien que venía de fuera y se encargaba de todas las celebraciones de la Semana Santa. Después había que irse a la cama pronto, porque a primerísima hora, las siete o las ocho de la mañana, tocaba volver a salir con las carracas, uno de los símbolos de esas jornadas durante aquella época, para convocar al Vía Crucis. Luego la iglesia seguía abierta, con el monumento expuesto, y se organizaban turnos por parejas para que siempre hubiese alguien rezando.

Era día de ayuno, “ayunan hasta los judíos” solían decir los mayores, y de abstinencia y el potaje la comida estrella; creo que esto último, lo del potaje, es una de las dos tradiciones que se mantienen, porque lo de ayunar y lo de no comer carne solo lo respetan algunos. A media tarde llegaba el momento de los “oficios” del Viernes Santo, convocados otra vez por los monaguillos y las omnipresentes carracas, que, pocas horas después, entre dos luces, volvían a sonar para convocar a la Procesión del Santo Entierro y el Sermón de la Soledad. La jornada finalizaba de manera más lúdica, porque, es la otra tradición que se mantiene, el Ayuntamiento ofrecía limonada y unas rosquillas, dulce típico de estas fechas.

Era habitual que algunos se retirasen a sus casas bastante “perjudicados”. El número y la intensidad dependía de quién hubiese hecho la limonada y de lo que la hubiese “cargado”. Era lógico, por otro lado, ya que a esas horas del Viernes Santo se cumplían cuarenta y ocho desde que los bares estaban cerrados a cal y canto. Durante la noche del Miércoles Santo la Guardia Civil se encargaba de proceder al cierre, que regía hasta que acababan la Misa y la Procesión del Domingo de Resurrección. En las casas, madres y abuelas velaban para que no se comiese chorizo, o para que las radios estuviesen apagadas, ni siquiera música religiosa, lo mismo que las televisiones, cuando estas comenzaron a llegar a los pueblos. La única excepción era la retransmisión por la radio de actos religiosos como el Sermón de Las Siete Palabras para los enfermos e impedidos. De todo lo anterior no hace tanto tiempo, medio siglo, año arriba, año abajo. ¡Casi lo mismo que ahora y es que los tiempos cambian que es una barbaridad!

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