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Casi lleno en los tendidos, unos 2.100 espectadores en tarde soleada y de buena temperatura (27º).
GANADERÍA 4 toros Carmen Lorenzo y dos de El Capea (3º y 6º). Noble pero apagado y menos el 1º; con calidad el buen 2º; noble pero con corto recorrido el 3º; de excelente condición el 4º, que fue el peor presentado; noble el bondadoso 5º; y geniudo y reservón el 6º
DIESTROS
EL FANDI. Verde y oro Gran estocada (dos orejas); y excelente estocada (dos orejas).
J.M. MANZANARES. Plomo y oro Casi entera (oreja); y cuatro pinchazos y cuatro descabellos (silencio).
M. DIOSLEGUARDE. Nazareno y oro Pinchazo y gran estocada (oreja); y dos pinchazos y estocada (silencio tras aviso).
Montecillo, el sexto, fue el toro más guapo del sexteto de Capea y, sin embargo, fue el más arisco del bondadoso encierro con el que se frenó en seco el excelente periplo de esta ganadería en esta plaza. A la nobleza del conjunto de Espino Rapado le faltó intensidad y todo se quedó a medio camino... y en buenas intenciones. Dentro de ese almibarado encierro, que navegó entre la dulzura del conjunto, el de más y mejores virtudes fue Africano, el cuarto, que a su vez fue el peor presentado:por su insignificante cara, por sus pobres defensas, por su mal perfil; por sus cortos y romos pitones dentro de una acarnerada cabeza. Sin embargo, derrochó una calidad excelsa, desde los primeros compases.
Lo saboreó El Fandi en los primeros tercios, lo midió en el caballo y lo consintió en banderillas. El toro del maestro era franco, pronto y alegre en sus embestidas, descolgaba una barbaridad y humillaba con dulzura en cada acometida. Lo hacía todo con franqueza. Sin ninguna exigencia, regalando las embestidas y ofreciendo su son. Pero Africano se acabó pronto, ese fue su defecto. Le faltó eso, los finales que son los que marcan la diferencia entre un buen toro y otro extraordinario. Este fue para paladear en sus seis primeras tandas y con él El Fandi, que no es el torero más artista ni excelso del escalafón, puso todo el pundonor, su entrega y corazón para redondear una tarde que ya se había encontrado con el regalo del doble trofeo nada más comenzar. El granadino no terminó de despertar grandes alegrías antes de buscar la complicidad con las peñas del sol. Con El Fandi ya a la tremenda en las postrimerías brotó la violencia y el genio del torete al que le estomagaban los tirones, los atropellos, la falta de pulso y todos los alardes varios que le hizo en la cara. Una excelente estocada le dio el pasaporte de nuevo al triunfo. Su cuadrilla jaleó con insistencia y sin vergüenza a la parroquia para la petición del rabo;pero el presidente, que había hecho ya un derroche de generosidad en los tres primeros capítulos puso el freno a lo que hubiera sido una exageración.
En realidad lo había sido ya en doble trofeo del primero, y también la de Manzanares. Tuvo su justa medida la de Diosleguarde al tercero. Pandora se quedó muy corto en el saludo capotero, en el que lo paró con oficio sacándoselo a los medios. Tenía nobleza y buena condición pero le costó mover sus 480 kilos. No fue el más pesado y sin embargo aparentó ese volumen y le costó mover el hondo esqueleto que portaba. Tuvo la virtud de humillar, de colocar la cara; y los defectos del recorrido corto y la falta de repetición. Diosleguarde trató de alargarle los muletazos en cada envite. Le dio tiempos y distancias, los administró primero para aprovechar después esa inercia que no le ayudó a caminar. Exprimió todo Diosleguarde ya metido entre pitones en un sincero arrimón. Un pinchazo previo dio paso a una formidable estocada que, por sí sola, valía la oreja.
Ese fue el capítulo más feliz. El toro más bravito y con más intensidad fue el segundo, pero Manzanares estuvo reservón y sin confianza. Un quiero y no puedo. No se atrevió a sacarse más allá de la raya del tercio a Riojano y en el mismo terció lo trató sin convencerse. El toro pedía medios y Manzanares prefirió firmar las tablas. Paseó la oreja sin haber dejado recuerdos ni pasajes dorados en la retina. El quinto fue Capuchino y fue otro toro noble que dijo poco. Y menos Manzanares, en una faena larga y tesonera en la que sumó muletazos a destajo y poco sentidos. Se atascó con la espada y el silencio pesó como una losa. Como pesaba ya entonces la tarde, pasadas ya las dos horas y media de función.
Y entonces fue cuando salió Montecillo. Un toro así de bajo, de redondas formas; manos cortas no, cortísimas. Una hechura fantástica y una cara de las que enamoran. Con amplia longitud de pitón hacía adelante, ligeramente gacho y tímidamente abrochado. Parecía el toro elegido para cerrar cualquier fiesta que, sin embargo, no existió. Ni antes ni en éste. Fue un toro ingrato y desagradecido. Un toro acobardado, que esperó siempre con la cara entre las manos, que se agarró a suelo; que tuvo temperamento y vendió caros los pocos viajes que tuvo. Pareció tener que extraerlas Diosleguarde con sacacorchos. Y ni por esas. Buscó con tesón estirar las embestidas que no existían y optó por pegarse al final un arrimón en el tiempo del descuento que no llevaba a ninguna parte. Y a ninguna parte fue, ya con la anochecida sobre el coso chacinero.
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