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Viernes, 15 de marzo 2024, 14:37
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La televisión de los años 80 y 90 nos descubrió la lucha libre, ese espectáculo de peleas teatralizadas que arrasaba en los EEUU y que aquí se popularizó como Pressing Catch. Sus protagonistas, hombres musculosos en mallas -con Hulk Hogan a la cabeza-, se convirtieron en estrellas mediáticas. Pero no era oro todo lo que relucía.
Si ya The Wrestler, de Darren Aronofsky, mostró el declive físico y la ruina económica de un luchador veterano (Mickey Rourke), ahora El clan de hierro relata la tragedia de una estirpe al completo: la familia Von Erich.
Cuatro hermanos, profesionales del wrestling, que murieron prematuramente. Su caso condensa la desgracia de todo un gremio: uno de cada cinco luchadores de aquella época fallecieron entre los 40 y los 50 años. ¿La causa? Casi siempre, infartos debidos al uso de esteroides -con los cuales aumentaban su volumen- o, directamente, sobredosis de drogas. Sin embargo, el director Sean Durkin no propone una investigación documental, sino un drama psicológico sobre la familia. En concreto, sobre la influencia nociva de un padre maltratador: un wrestler retirado (y frustrado) que se empeñó en que todos sus hijos siguieran sus pasos. Para que fueran campeones, fomentó su competitividad y los enfrentó entre sí. Ya está en cartel en Van Dyck y Van Dyck Tormes.
Lo primero que llama la atención de El clan de hierro es su reparto. Aparte del actor de moda, Jeremy Allen White (chef de la serie The Bear y pareja actual de Rosalía), el que se lleva la palma es Zac Efron. El californiano (High School Musical, Baywatch) se entrega en cuerpo y alma y habría merecido una nominación a los Oscar. Como primogénito de la familia, sufre la tiranía del padre tóxico mientras asiste a la deriva de sus allegados, que ceden a la presión del deporte de elite y al abuso de sustancias. Por otro lado, destaca la dirección del canadiense Durkin (1981), conocido en 2011 por su estupenda ópera prima Martha Marcy May Marlene, premiada en Sundance. Como entonces, dirige su atención a los aspectos oscuros del ser humano, pero no carga las tintas del melodrama ni se conforma con el simple biopic. La trama podría encajar en un filme de sobremesa, pero consigue equilibrar su amargura con momentos muy bellos, encuadres cuidados, un tono etéreo y poético, y un uso muy elegante de la elipsis.
Al final, lo que perdura en nuestro recuerdo es el cariño incondicional que se profesaban esos hermanos, por encima de las adversidades.
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