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Pocas horas antes de presentar en Salamanca su novena novela novela «El niño que perdió la guerra», Julia Navarro reflexiona por teléfono sobre las claves que trenzan la odisea de Pablo, niño de la guerra civil que aterriza la Rusia de Stalin: su madre, Clotilde, artista que sufre cárcel en España y saldrá en busca de su hijo, y de Anya, su madre adoptiva rusa, cuya pasión por el arte les reporta un grave riesgo en la dictadura stalinista. Una mención del periodista a la invasión rusa de Ucrania pone en guardia a la autora .
—No, no tiene nada que ver. Cuando era joven me impresionaron los poemas de Ana Ajmátova y su biografía y quise saber quién era la mujer que había escrito esos versos tan desgarradores y llenos de dolor. Ahora, al escribir este libro en el que están las preocupaciones sobre las que giran todas mis obras, como los problemas de identidad, la cultura, la presencia de la mujer en la vida pública y también los totalitarismos de derechas y de izquierdas, rescaté aquellas lecturas y preocupaciones.
Pero un tema central de su novela es el desarraigo, algo que ha acrecentado con los recientes conflictos bélicos en Ucrania y en Gaza.
—El desarraigo es uno de los males de nuestro tiempo, y está presente en nuestra vida cotidiana, pero no solo en las guerras, sino en quienes sufren la violencia, el hambre, la miseria...
A través de personajes como Clotilde, su novela ensalza la importancia de saber decir que no...
—Si, y a veces en nuestra vida cotidiana no somos capaces. Y resulta más difícil decir que no a la gente con la que tienes más cosas en común. Se piensa: «No me meto con los míos porque puedo perjudicarlos y, así favorecer a los de enfrente».
-Pensando en clave política, eso suena rabiosamente actual.
—Es que los totalitarismos están por todo el globo. Asusta pensar el escaso número de democracias que hay en el mundo. Y no es solo cuestión de políticos. Es la sociedad la que tiene que estar vigilante.
-¿Qué le parece que se hagan paralelismos entre lo que pasaba en los años 40 y la actualidad?
—A menudo me quieren llevar a ello. El pasado desgraciadamente se repite, con otras formas y ropajes. Es necesario conocerlo entender el presente y reflexionar sobre qué sociedad queremos construir. Pero no estoy segura de que eso nos evite cometer los mismos errores.
-Su novela nos sumerge también en el drama de la migración.
—Es un problema con el que me siento muy implicada. No puedo permanecer indiferente ante las personas que huyen del hambre y la miseria intentando llegar a Europa para, simplemente, sobrevivir.Me escandaliza que no se dé una respuesta humanitaria y que no se les trate con dignidad. Quiero levantar la voz en su nombre y decir que no hay personas ilegales.La historia de la humanidad es una historia de migraciones
-Sin embargo, este mundo más desarrollado pone más barreras. ¿Por qué?
—Hay una pérdida de solidaridad en algunas capas de la sociedad. Pero mientras unos quieren levantar muros y montar CIES, otros tienden la mano. Yo quiero tender la mano.
-Y cara al futuro ¿se considera optimista o pesimista?
—Lo que veo no me gusta. La política migratoria europea la fijan todos los países, y veo una enorme hipocresía. Europa debe revisarse a sí misma.Hay cuestiones por las que hay que trabajar todos los días e intentar dar respuestas todos los días. Así que soy optimista y pesimista... a ratos.
-¿Que le parece la labor del Gobierno de España en este tema?
—Pues como el resto de los países europeos.Hacen discursos estupendos, pero a la hora de la verdad no los llevan a la práctica.
-¿Tiene muchas ideas en su famosa libreta para próximas novelas?
—Muchas, muchas.. De hecho ya estoy escribiéndola.
-¿Nos puede avanzar de qué irá?
—No, no, nunca cuento de qué estoy escribiendo hasta que pongo la palabra «fin».
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