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Este domingo, 20 de octubre, se cumplen 13 años desde que la banda terrorista ETA anunciara el cese de la violencia en España, tras 43 años de actividad, más de 800 víctimas mortales y más de 3.500 atentados.
A pesar de que las acciones de la banda se concentraron principalmente en el País Vasco y en grandes ciudades como Madrid o Barcelona —donde ocurrió el terrible atentado en el Hipercor, que segó la vida de 21 personas y dejó heridas a otras 45—, muy pocas provincias del país escaparon a la violencia de la formación terrorista. Salamanca no fue una de ellas.
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José Fuentes Rajo
El 10 de noviembre de 1995 una bomba lapa cercenó las piernas del militar zamorano Juan José Aliste en las inmediaciones de la plaza de toros de La Glorieta, minutos después de que dejara a su hija en el colegio.
Tres años antes, el 2 de septiembre de 1992, Antonio Heredero Gil perdió la vida cuando un explosivo hizo estallar su coche a las puertas del garaje, situado en el paseo de la Estación. Un estallido que permanecerá para siempre en la memoria de Pedro (nombre ficticio), comandante militar que estuvo tomando unas cañas con la víctima en un bar de la avenida de Comuneros, minutos antes del trágico suceso.
«Estuve diez minutos antes tomando unas cañas con él cerca de su casa, pudo haber sido cualquiera de nosotros», recuerda el militar, quien, por desgracia, también presenció mientras caminaba la explosión que dejó sin piernas a su amigo Aliste. «Todos los días llevaba en su coche a sus hijas y a su vecina, y no se las llevó aquel día porque Dios no quiso», relata.
Tanto él como su familia tuvieron que habituarse al miedo y a vivir bajo la amenaza latente de la banda, que solía incluir en sus listas a miembros de los cuerpos de seguridad.
«Al entrar en el cuartel te revisaban los bajos del coche», recuerda, refiriéndose a las medidas de seguridad que debían adoptar, medidas que también se extendían al hogar y la vida privada. En casa, sólo él podía abrir el buzón, palpando siempre los bordes de la correspondencia para detectar cualquier irregularidad sospechosa.
La situación era aún más difícil con sus hijos, quienes tenían prohibido abrir la puerta o contestar el teléfono, ya que a los niños les cuesta más comprender la gravedad de la situación. «Mi esposa se ponía nerviosa cuando mi hijo pequeño cogía el teléfono y decía: 'No, mi papá no está», cuenta Pedro.
«Lo principal era que los niños no fueran solos y que cambiaran de recorrido de vez en cuando. A nosotros nos decían que variáramos la ruta aunque viviéramos cerca del cuartel», destaca el militar, dando fe de cómo el acecho de la banda alteraba la cotidianidad de las vidas de todos los miembros de la familia.
Pedro recuerda haber sentido miedo especialmente cuando lo destinaron al País Vasco para ayudar con la instalación de unos puentes. «Estábamos montando un puente y nos volaron el primero que habíamos levantado a unos 200 metros. Nos tocó quedarnos en una ikastola, que era centro de reunión de los etarras todas las noches, y tuvimos que llevar la pistola por obligación, que yo nunca había llevado», recuerda el militar.
Después de aquello, Pedro tuvo la valentía de enfrentarse a ellos, y cuando su capitán le pidió que fuera más prudente, le respondió: «Si nos van a pegar dos tiros, cuanto antes mejor», declara.
«Hablando claro, sentí miedo. Te haces el valiente, pero el miedo hay que tenerlo y estar preparado a todas horas, porque cuando menos te lo esperabas, podía pasarte algo», explica el militar al resumir cómo vivió los años de actividad de la banda.
Cuando se le pregunta sobre el cese oficial de la banda terrorista en 2011, Pedro responde: «¿El final? Para mí esto no ha acabado nunca», aunque admite que el anuncio trajo cierta tranquilidad a sus vidas. En cuanto a la reducción de penas a los presos etarras, tema que está en boca de todos en los últimos días, Pedro tiene una opinión tajante: «No lo entiendo, para mí quien la hace, la paga. Si una persona ha cometido un crimen y se le ha juzgado debidamente, debe cumplir la condena que se le haya impuesto, sin reducciones».
Por último, a Pedro le gustaría que el paso de la banda tuviera más presencia en las escuelas y en la memoria histórica, para que no caiga en el olvido.
«A nosotros, los que lo hemos vivido de cerca, no se nos olvida. Pero para la gente joven, que no lo ha vivido, sí puede pasar como algo lejano, como la historia de los Reyes Católicos o el Descubrimiento de América».
Casos como el de Pedro ponen de manifiesto que no sólo las víctimas directas y sus familiares sufrieron las consecuencias del terrorismo de ETA. La cultura del terror se extendió por todo el territorio nacional, obligando a cientos de personas a exiliarse, vivir en el silencio o mantenerse en constante alerta, renunciando a la normalidad de sus vidas.
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