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Hay relatos vitales que difícilmente pueden ser condensados en una entrevista. Es el caso de Silvestre Sánchez Sierra, hostelero y embajador oficioso y plenipotenciario en Barcelona de la tierra charra y de todas sus gentes sin excepción desde hace medio siglo. El último homenaje recibido en la Gala de la Hostelería es buena excusa para sentar a Silvestre y, unas pocas horas antes de volver a la Ciudad Condal, invitarle hacer balance de una trayectoria larga de emprendimiento, generosidad, humildad y amor por su tierra.
Últimamente no para de recibir homenajes. ¿Eso cómo se lleva?
—Pues los recibo con cariño, me hace una ilusión tremenda, pero también es una responsabilidad. No soy una persona a la que le guste destacar ni figurar en los sitios.Ahora tengo que irme y me da mucha pena, porque soy un enamorado de mi tierra, la quiero con locura y cuando lo digo me emociono, porque tengo aquí a mis seres queridos.
Uno de los vínculos que le unen con su tierra es la afición los toros desde niño. No se pierde una Feria.
—Es verdad, soy muy taurino y vengo desde hace unos 60 años. De niño me venía a las Ferias con dos amigos de Aldearrodrigo turnándonos en una bici los 25 kilómetros, dos andando y uno corriendo. Los días en que mi padre iba a los toros a ver a El Cordobés eran fiesta grande en casa. Ya en la mili, me colé dos veces en La Glorieta saltando la tapia.
¿Qué imagen le viene a la cabeza cuando recuerda su niñez en el pueblo?
—Fueron tiempos muy duros. Éramos seis hermanos. Mi padre, Ángel, era de familia de pastores, de los de aguardiente por la mañana y a veces dormir con las cabras en el campo. Me tocaba a menudo llevarle la comida o ayudar a mi madre a regar o recoger fréjoles. La familia de mi madre era muy católica, no podíamos comer nada después de medianoche si mañana íbamos a comulgar. Y en casa, el puchero de patatas, una comida sencilla. La preocupación de mis padres era que ordeñara la oveja o la vaca, así que iba a la escuela cuando podía. Yo era travieso, le copiaba las tareas a un compañero que era listo e iba para cura y el maestro no se enteraba. Así que cuando llegué a la mili, mi cultura era medio baja.
Pero en el servicio militar en Matacán empezó a ver mundo. ¿En qué momento sintió que debía irse?
—Yo quería tener otra vida, de hecho estuve a punto de emigrar, como tantos otros. En la mili comprendí que tenia que seguir estudiando, empecé por un manual de Ortografía y cuando vi que mis compañeros guardias civiles y policías fardaban más que yo y me quitaban las novias, me decidí a estudiar.
Se preparó para ser Policía. ¿Tenia alguna vocación?
—Ninguna, pero me abrió camino y relaciones sociales. Un amigo me animó a intentar ascender a cabo, y cuando lo logré fue una alegría. Si me llaman para ser presidente del Gobierno, no acepto. Me destinaron a Barcelona y pensé que podría pedir un traslado a Salamanca o a Madrid, más cerca de la familia.
¿Cómo fue su primer contacto con la hostelería? El pluriempleo de la época tuvo mucho que ver...
—Con el dinero que ganaba en la Policía les traía cosas a mi familia cuando venia de vacaciones. Con las primeras 800 pesetas que gané le compré un reloj a mi padre, que presumía mucho en el pueblo. También les compré la primera televisión, que me costó unas 15.000 pesetas y fui pagando a plazos. Era el año 65. A través de un sargento que tenia contactos, empecé a trabajar en El Corte Inglés de cobrador los días que libraba. Se me daba bien, me fueron dando puestos mejores y cuando ya había ahorrado como ciento y pico mil pesetas en casi cinco años abrí un bar con un socio en la calle muy cerca de donde vivía, en la calle Almirante Cervera, que hoy es Pepe Rubianes. Luego compramos otro local, luego otro, algún piso, y fuimos adelante, siempre con mucha lucha y sacrificio.
Desde entonces, 56 años de trayectoria empresarial en lo que no ha dejado de pensar en su tierra.
—Siempre fue muy importante escoger bien a la gente que trabajaba para mi. Llevé a mis hermanos, sobrinos, gente de mi pueblo y otros conocidos y fuimos formando un ambiente familiar muy bonito. Y siempre he seguido una regla que comenté el otro día en el discurso: hay que tratar a los clientes como nos gustaría que nos tratasen a nosotros.
Siempre se ha dicho que le debemos el éxito en Barcelona del jamón ibérico de Salamanca.
—En Guijuelo habrá como 300 fábricas y yo creo que me conocen en todas. Un día me planteée: ¿qué es lo mejor que tenemos para vender en Salamanca? Como estamos en la Barceloneta, al lado de la playa, empezamos a montar bocadillos de jamón y tomate para cuando vinieran los bañistas. Allí se preparaban filas de 15 y 20 personas esperando a su bocadillo de jamón. Luego seguimos llevando chorizo, salchichón, queso de Hinojosa y fuimos creciendo, haciendo reformas y cada mes más relaciones.
En mas de medio siglo seguro que ha tenido momentos difíciles. ¿Cuáles le vienen a la cabeza?
—Para crecer siempre hay que endeudarse, exponerse, arriesgar. Pero los bancos siempre me conocían y tenía las puertas abiertas. Hoy cuesta encontrar buenos profesionales, la competencia es tremenda y los impuestos no nos dejan vivir.
¿Recuerda con sabor amargo su etapa como vicepresidente de la UDS?
-Me dio mucha pena que acabase de aquella forma tan triste, pero no me arrepiento de nada. Me gustaba desde antes pagarles la estancia cuando iban a jugar a Barcelona. Una vez me gasté 24.000 euros en un hotel de la plaza de España. Pero algunos presidentes de aquella época abusaron, me dejaron a deber mucho dinero y hasta me pude arruinar.
¿Qué le dice la palabra «jubilación»?
—Pues me fastidia que este jefe que tenemos se aproveche de la pasta, que tiene 900 asesores, y yo con 80 y tantos años, no reciba nada del Gobierno. Ya me intenté jubilar hace diez años, pero vino una inspección, me vieron allí y me metieron una multa. Soy un mandón, pero no porque quiera: es que si no estás en el negocio, no funciona. Desde entonces me he quedado quieto. Hay que morir con las botas puestas.
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