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COMO cada año, los Reyes Magos dieron cerrojazo al festival navideño de lucecitas, disfrazado de paz y amor. Desde pequeñitos, a SS.MM. de Oriente les pedimos aquello que deseamos. Hace dos semanas escribí en este mismo lugar sobre la necesidad de contar con un Juan de Sahagún que pacificara bandos. Pareciera que los Magos convencieron al Santo para que obrara el milagro entre rojos y azules, claretes y rosados, centrífugos y centrípetos. Los jefes de las diecisiete tribus se reunieron con el Gobierno central para llegar al acuerdo, sin fisuras, de que todo va razonablemente bien; que el bicho está controlado, que las aulas son seguras, que debemos relajar cuarentenas y que lo que hay que hacer es seguir vacunándonos.

Debo de haberme perdido algún capítulo de esta serie, pero hay cosas que no me cuadran. No entiendo ese optimismo generalizado cuando las cifras de ocupación hospitalaria hipotecan día a día nuestra capacidad sanitaria; cuando se relativiza la saturación de las plazas de UCI, ampliándolas como si estuviésemos en tiempos de guerra; cuando hace semanas que la asistencia primaria se asfixia, en gran parte debido a la carga burocrática; cuando las bajas por covid ya provocan pérdidas a un tercio de las empresas salmantinas; cuando los contagiados que se diagnostican cada día en España triplican al máximo de los detectados en olas anteriores, multiplicándose por cuatro en el caso de nuestra provincia; cuando los profesionales de la sanidad están a punto de reventar; cuando esta enfermedad, y esto es lo más grave, sigue causando medio centenar de fallecidos al día.

Durante las pasadas celebraciones, se han realizado siete veces más test en casa que en la sanidad pública, nos los hemos hecho como Dios nos ha dado a entender y, encima, los hemos pagado a precio de langosta. Diríase que el bicho se nos ha ido de madre y que nuestros políticos —todos, de común acuerdo— nos han vuelto a dejar tirados, con la esperanza de que el bosque acabe pronto de arder. Parece, en definitiva, que “nos han resignado” a convivir con esta glosopeda para humanos con mascarilla, que no mata —o mata poco, lo justo—, pero desmoraliza; que estamos a la espera de que algún día nos inmunicen con una vacuna de temporada, como si de una gripezinha se tratase.

Ya soy muy grande para salir a la calle a estrenar el coche de pedales. Tanto, que este martes me citan de nuevo en el Sánchez Paraíso para ponerme una nueva dosis de ese inyectable preparado para un virus que asomó las orejas hace ya más de dos años y que ha mutado mucho. Allí estaré, como un clavo. Que por mí no quede.

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