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A finales del siglo XIX Salamanca era una ciudad de 24.000 habitantes sitiada por un cúmulo de 1.700 pordioseros en sus calles. En pandillas de 200 arrapiezos importunaban constantemente a los viandantes y las puertas de los cafés y cervecerías, de los estancos, de las pastelerías, de las tiendas y, por supuesto, de las iglesias, eran polo de atracción para toda clase de pordioseros en demanda de una limosna. Engrosaron el número de pedigüeños habituales la cohorte de soldados repatriados de las guerras coloniales a los que se añadía un numeroso núcleo de pobres desplazados de los pueblos y de las provincias limítrofes.

Los sucesivos bandos de los alcaldes que se van turnando y que pretenden acabar con la mendicidad callejera no consiguen acabar con Salamanca convertida en una sucursal de la Corte de los Milagros. El Ayuntamiento da la batalla por perdida desde el momento en que llega a proponer que solo se permita pedir limosna a los que tengan su residencia acreditada en la capital, prohíbe que se exhiban llagas y deformidades o se pida con voces y gritos desordenados y tiene que hacer la vista gorda, sobre el particular, por falta de medios, cuando ya a principios del siglo XX y al mando de don Quintín Sánchez Talavera se amplía la plantilla de guardias municipales de cinco a quince números para la atención de todos los menesteres de una ciudad en crecimiento.

No voy a hablar de “El Fréjoles”, tratante de ganados del que, magistralmente, se ha ocupado “Paco Novelty” en estas páginas. Con este mismo apodo se conocía a un pordiosero salmantino a finales del siglo XIX que no era un mendigo al uso, como podían ser “El Grille”, sastre, “El Saboya”, carpintero, “El España”, “Manolo, el de León”, “El Tragaderas” de Miróbriga, “El Gorra o Tío Capitán”, “El Ojo” o “El Francés” de Plasencia, para los que la caridad consistía en extender la mano abierta a la espera de una limosna. El pordiosero del que hablamos adornaba la faena por soleares, siguirillas o simples versos improvisados con una facilidad pasmosa, que ya quisieran muchos de los actuales raperos.

La Villa y Corte conoció por algún tiempo sus decires y su gracejo y la vuelta a Salamanca, tras seis años de ausencia, (más delgado, naturalmente más viejo y con la voz de timbre armonioso que sonó bella en sus tiempos, un tanto desgastada y con más de un registro deteriorado), le sirvió para retomar el pulso a la ciudad, que según él estaba muy cambiada.

Desde siempre, recibía a los viajeros que venían en las diligencias, ómnibus, calesas, landós o berlinas, rindiendo viaje frente a la Casa de Postas en la Plaza Mayor, con sentidas soleares, alargando la mano a la espera del óvolo gratificante. Su facilidad de versificación dio lugar a la copla: Después de faltar seis años / por obra y gracia de Dios, / me encuentro con que vosotros / estáis tan mal como yo, cuando se acercaba a alguna de las confiterías, de las muchas existentes en la época: la del Acerón de Correos, la de “la Baltasara”, junto a San Martín, la de “las Guapas” bajo el arco de san Fernando o la de Mariano Rodríguez, en la esquina de San Martín, traspasada desde la plaza del Corrillo, 20.

También acostumbraba a decir: Yo no sé, paisanos míos /qué diablos sucede aquí, /que antes me daban limosna, / y ahora me piden a mí. Confundiendo la diligencia de Béjar con un coche le llevó a exclamar: Ya no se oyen las monedas / ¡gran Dios! Como antiguamente; / hasta los coches malditos / me suenan sin cascabeles o también: ¡Mal haya sea mi suerte / y qué mala estrella tengo; /que ayer dormía cantando / y hoy cantando... me da sueño!

El monumento al pobre se encuentra esculpido en la fachada románica de la iglesia de San Martín, que por algo se denominó “Puerta de los ganapanes” o “de los pobres”.

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