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Aunque se hayan peleado diez minutos antes, los niños comparten juegos porque aprecian mucho más la felicidad que el orgullo. Actúan al margen de esos prejuicios que los mayores vamos amontonando en nuestras respectivas conciencias a lo largo de la vida. Su naturaleza, sin telarañas, les permite ser prácticos.
La mayor parte de nuestras desgracias deriva de ese puñetero síndrome de Diógenes que pudre nuestras mentes; de esa mochila cargada de resentimiento que nubla nuestra razón. Nos hemos pasado la pandemia tirándonos los trastos a la cabeza sin saber muy bien por qué, y así seguimos, afiliados a montescos o a capuletos, como si la vida nos fuera en ello. Nuestro actual enemigo no nos quita la tierra de nuestros mayores, ni suprime nuestros valores a cañonazos. Es un bicho diminuto que no siente ni padece; que ni siquiera puede reproducirse por sí mismo. Sin embargo, nos empeñamos en poner cara y nombre —generalmente, mote— a quienes estimamos culpables de nuestra adversidad porque nosotros, claro está, no tenemos ninguna responsabilidad sobre el problema y merecemos barra libre.
Nos rigen los peores en el peor momento, y la oposición se ocupa mucho más de asediar el castillo que de ayudar a apagar el fuego. Un muerto es una tragedia, pero mil muertos son una estadística que se maneja según el momento. En el contexto de esa perpetua campaña electoral en la que nos han anclado, el virus ha sido la excusa perfecta para alimentar esa espiral cainita. Los dirigentes de los partidos, entregados a la guerra de guerrillas, olvidan que quien para ganar divide a la sociedad se enfrentará siempre a un país ingobernable; de hunos y de hotros que dejan a España inválida de espíritu, que dijo Don Miguel. No importa la coherencia, y cada cual critica lo mismo que en su día propuso porque ahora lo defiende el adversario. A veces colaboran en sus trapos sucios, como parece haber ocurrido en Valencia. Los medios pueden ayudar a bajar la inflamación del enfermo, aunque algunos se dediquen a hacer lo contrario.
Los niños se tragan su orgullo en beneficio de su felicidad, pero aquellos a quienes prestamos el poder hacen acopio de dignidad a costa de la felicidad de los ciudadanos. Definitivamente, la experiencia no nos ha hecho mejores personas, pero tampoco nos han ayudado a serlo. No nos escuchan; nos usan.
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