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El alcalde de Salamanca pronunció el martes el Pregón de Semana Santa en un teatro atestado hasta la última columna del último piso. La puesta en escena fue magnífica, con esa perfección de detalles formales y escénicos que sólo pueden garantizar los extraordinarios técnicos que trabajan en el Liceo. El discurso del pregonero, Carlos García Carbayo, al evocar los años de su infancia y lo que en esa etapa de la vida supuso la Semana Santa, me trasladó a mis propias vivencias en esos tiempos litúrgicos.

Recuerdo los vía crucis en la iglesia del pueblo, con las mujeres en sus reclinatorios, de los que descendían para besar el suelo en cada estación del calvario. Los chiquillos, o no tan chiquillos, también poníamos nuestro granito de arena, pero en un sentido bastante menos devocional. Como la gente dejaba las madreñas en el exterior, uno de nuestros entretenimientos favoritos era cambiar alguna de ellas de sitio, es decir, desparejarlas, y observar con regocijo la confusión cuando las mujerucas salían del templo y trataban de encontrar el zueco correcto. Los denuestos e improperios probablemente les harían perder los méritos e indulgencias ganados unos minutos antes, cuando al concluir las preces entonaban con santa unción el canto penitencial “Perdona a tu pueblo, Señor...”

Años después, ya mocito postadolescente, abandonado el entorno rural y metido de lleno en el urbano, el problema de los días más señalados de la Pasión era el aburrimiento. Los cines proyectaban películas de tema religioso (Balarrasa, La hermana San Sulpicio, Fray Escoba, Marcelino Pan y Vino, La mies es mucha...), los bares tenían prohibida la música ambiental y las discotecas se cerraban hasta la media noche del sábado previo al domingo de Gloria o Resurrección. Sólo nos quedaban los furtivos guateques en garajes, bodegas o similares, siempre con el temor de ser descubiertos por la autoridad competente. Alguna vez hubo que salir a botasilla con el tocadiscos bajo el brazo por la puerta de emergencia del establecimiento, mientras los guardias entraban por la otra y, diligentes, tomaban datos como paso previo a la multa gubernativa que le caería al establecimiento infractor.

Todas esas irreverencias suenan a etapas en blanco y negro de una ya lejana historia incomprensible para los jóvenes de hoy día. Ahora, la Semana Santa implica un periodo de holganza, asueto y viajes. La de Salamanca, con todo el esplendor de sus cofradías y hermandades, cumple veinte años desde que fuera declarada de interés turístico internacional. La ciudad estará de bote en bote (pese a las barrabasadas de Renfe). Me temo que ya no somos el horno donde se cuece el pan de la espiritualidad de Europa. Ni siquiera de España. Los tiempos cambian. Somos otra cosa. Acaso porque la Semana Santa también es otra cosa.

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