Lodazal
Si una hija mía hubiese estado esa noche en el colegio mayor Santa Mónica, seguramente contra quien habría tenido que actuar el fiscal habría sido ... contra mí, porque no respondo acerca de cuál habría sido mi reacción refleja ante tamaña falta a su dignidad.
Lo que hemos visto todos en esos vídeos constituye una agresión verbal y una agresión es una agresión, así se de en el contexto de una novatada, de una noche loca o de la regresión de un nanosegundo en el metaverso. No lo digo yo, lo dice el artículo 173.1 del Código Penal, que define el delito de vejaciones, en este caso con el agravante de ser públicas, a grito pelado y en manada.
Desde luego, la mía no habría sido la civilizada reacción de todos esos padres silentes, que al parecer aceptan la normalización de la violencia como parte del proceso iniciático de la vida en la que se supone inmersos a los estudiantes universitarios y que se abstienen siquiera de ir a poner una denuncia. En absoluto me pondría yo como ejemplo, mírenlos mejor a ellos.
Claro que, peor todavía habría sido mi reacción si un hijo mío hubiese estado esa noche en el colegio Elías Ahuja. ¡Qué no hubiese escuchado ese hijo de mi boca! ¡Cuánta decepción y cuánto dolor me habría causado!
Porque no nos engañemos, la dignidad que ha quedado verdaderamente por los suelos es la de todos esos energúmenos del Elías Ahuja y, por extensión, la de cualquier universitario que permanezca en ese colegio mayor.
Tan denigrados quedan los que profirieron los gritos como los que no hicieron nada por evitarlos. Desde luego, ninguno de ellos seguiría estudiando a mis expensas sin antes pronunciarse públicamente en un acto de disculpas y petición de perdón.
Se equivocan los padres que tratan ahora de protegerlos del estigma, a los unos y a las otras, minimizando los hechos y preservando su anonimato: cuanto más se oculte el episodio en su currículum más gangrena interna terminará causando.
Y se equivocan quienes endulzan el episodio por respeto a la institución. Reverendos Padres Agustinos, desde el respeto y el reconocimiento: perdonen cristianamente pero hagan todo lo necesario para distanciarse de forma radical de un comportamiento indigno de tan ilustre orden. ¡Si San Agustín levantase la cabeza!
Es nuestro deber, el de todos los adultos, transmitir a los jóvenes que el respeto y la dignidad, a los que tenemos derecho por nuestra propia condición de seres humanos, no solo hay que exigirlos, sino que también hay que ganárselos.
Y no veo estos lamentables hechos, que lamentablemente no son aislados, como una simple manifestación de machismo, sino como algo bastante más profundo: el lodazal moral en el que chapotea una generación para la que hemos devaluado colectivamente tanto la sexualidad como el resto de las relaciones humanas.
El Elías Ahuja es el espejo de la sociedad del todo vale. Por eso me escandalizan todavía más las voces que tratan de vagatelizar lo ocurrido, quizá para evitar que termine dando más alas a un feminismo que va ya por los cerros de Úbeda. He de decir que me reconcilia con la política el hecho de saber que todos los partidos han condenado lo ocurrido, desde Podemos hasta Vox.
No está todo perdido. Ojalá se repita este consenso de sentido común en muchos otros ámbitos que también lo están necesitando. Pero llevo días escuchando y leyendo discursos atenuantes de comunicadores o tertulianos sobre “imberbes preonanistas”, lenitivos como que “ellas no se siente ofendidas” o “también hay vídeos de ellas vejando a otras universitarias”, así como paliativos que sugieren que se ha sacado de quicio o se ha sometido a dobles raseros.
Y llevo días con el estómago revuelto. Porque por encima de todo esto está el mensaje que lanzamos a las siguientes generaciones sobre lo que es aceptable y lo que no, sobre las actitudes que van a moldear sus vidas para bien y las que las van a condenarlas a la miseria moral.
A estos hechos hay que llamarlos por su nombre, con independencia de si después lo utiliza Montero, Errejón o el sursuncorda.
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