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Si cuando ustedes salgan a pasear por la ciudad, conservan la saludable costumbre de no llevar enfrascada la mirada en sus respectivos móviles, seguro que habrán observado que en muchos balcones conviviendo con tiestos y aves enjauladas, hay un montón de banderas rojigualdas, todos ellas, en un estado realmente lamentable.

Descoloridas como si el sol las hubiera lamido a diario como el más cariñoso de los animales de compañía. Sucias como si jamás hubieran tenido el honor de visitar el tambor de una lavadora. Deshilachadas como si el viento y la tormenta se hubiese cebado con ellas durante una eternidad. No me extrañaría que la mayoría sobreviviesen ahí desde que España ganó el mundial en Sudáfrica. Imagínense si ha llovido. Del Bosque todavía no paseaba a diario por la Plaza del Liceo y Sara Carbonero creía que Iker Casillas era un Príncipe Azul que jamás le fallaría.

En cualquier caso, creo que lo mismo ya es tiempo de irlas retirando porque aunque es cierto que podrían ser de utilidad para recordarle a los turistas en qué país está situada Salamanca si de pronto sufren un ataque de amnesia, seguro que lo siguiente que pensarán es que los salmantinos somos tremendamente vagos por no acordarnos de ellas en más de una década o lo que es peor, unos cutres reñidos con la higiene más elemental.

Este fin de semana un amigo compositor foráneo que llegó a visitarnos me preguntaba a qué se debía esta costumbre tan extraña de instalar banderas en los balcones de nuestras casas como si fueran edificios institucionales. No supe qué responderle. Más allá de que algún vecino me ha confesado que la mantiene en la creencia de que eso le otorga puntos en su carnet de buen patriota, ignoro las razones.

En cualquier caso, pienso que sería menester que ahora que se acerca el mundial de Qatar y que la selección podría volver a inflamar el orgullo nacional, va siendo hora de acercarse a la tienda en busca de telas más presentables y vistosas e ir jubilando las viejas. Y que nadie tenga que venir a gritarnos las verdades incómodas que mi madre me soltaba en mi adolescencia cuando entrando en mi cuarto comprobaba el estado tan deplorable de mi ropa tirada por el suelo.

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