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Nunca he pertenecido a ningún partido político, y a estas alturas tampoco contemplo la posibilidad de afiliarme a ninguno. Valoro mi independencia y, por eso, sería incapaz de someterme a una disciplina que me obligue a votar B cuando considero que debo votar A. Incluso si me equivoco. Pero creo, eso sí, que los partidos representan la pluralidad ideológica necesaria para que los ciudadanos ejerzamos los derechos políticos en democracia, aunque exista el riesgo de caer en una partitocracia viciada que, a base de manipulaciones, acabara por mediatizar y reconducir el sentir ciudadano. Sólo la madurez y la formación pueden neutralizar los peligros que acechan a las libertades democráticas. Votamos a un determinado partido y ahí parece que finaliza nuestra función, porque son los partidos quienes determinan otros niveles a los que ya no llega la papeleta depositada en su día. En resumidas cuentas: elegimos a los ya elegidos por otros. No votamos, por ejemplo, a los componentes de las más altas magistraturas del Estado. Son otros quienes lo hacen por mí en virtud del poder otorgado en las urnas. Con todo, el voto sigue siendo nuestra mejor arma democrática. La fuerza de los partidos políticos se mide en función del éxito tras el escrutinio electoral.

Existen tres elementos básicos en toda agrupación política: la ideología, es decir, el programa que ofrecen a modo de contrato con los votantes; el líder y su equipo; y, finalmente, la organización de las bases militantes. Cualquier quiebra en uno de estos elementos automáticamente repercute en los demás y hace que la crisis aflore al exterior en forma de dimisiones, escisiones, pérdidas de confianza y confusión generalizada. La tan cacareada democracia interna que los partidos exhiben con orgullo puede verse eclipsada por las ansias de conservar el poder. Cuando en los partidos surgen conflictos, suele ser porque han fallado las razones éticas, morales y políticas que los sustentaban. Entonces el conjunto armónico se agrieta y lo que parecía un bloque monolítico corre el riesgo de resquebrajarse. Si analizamos con detalle las sucesivas crisis por la que han atravesado los distintos partidos a lo largo de las últimas décadas, veremos cómo, antes o después, de forma nítida o velada, han acabado por cumplirse estos principios.

Nos quejamos con frecuencia de la desafección con respecto a los partidos sin preguntarnos si no seremos los ciudadanos culpables a causa de nuestra desdeñosa displicencia. Pero ese alejamiento también debe atribuirse a la falta de interés que los partidos muestran por aquellos asuntos que afectan al discurrir cotidiano. Excepto cuando llaman a las urnas. Entonces los líderes descienden del olimpo y se codean con los mortales en plan campechano. De tú a tú. Preparémonos.

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