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HACE algún tiempo Pablo Iglesias dijo que se iba de la política. Este anuncio, que seguramente él pensaba que iba a suponer una malísima noticia que nos costaría muchísimo asimilar a todos y que iba a venir acompañado de muchos ruegos para que se lo pensara un poquito mejor y abandonase tan descabellada idea, resulta que fue celebrado por casi todos, incluidos algunos de los fueron sus más fieles colaboradores, con mucha fiesta y hasta fuegos artificiales. Algunos incluso, que eran sus socios en el Gobierno, empezaron por primera vez en meses a conciliar el sueño por las noches.

Claro, a esas alturas ya todo el personal que en principio había caído en la trampa del prepotente y embaucador populismo que se gastaba y le votaron, se había dado cuenta de lo que daba de sí un personaje que se había aprovechado del descontento generalizado para proponerse como salvador de la patria y de la cizaña y el veneno que venía a inocular con su incendiario discurso en una España que desengañada de la política, buscaba nuevos mesías que la librasen de esos viejos políticos eternamente aferrados al poder que jamás habían ejercido otro oficio que no fuera el de vivir de un cargo en el que solo se representan a sí mismos, en un intento por salvar sus privilegios y las mil y una corruptelas en las que con frecuencia les veíamos envueltos.

Pero a Pablo Iglesias, intuyo que precisamente por ser consciente de que nadie es imprescindible en política pero mucho menos un comediante tan tóxico como él, ha acabado avinagrándosele el carácter y lo que es peor, agarrándose como método de venganza con uñas y dientes a la vida pública, en este caso no detentando ningún cargo pero sí ocupando sillones privilegiados en los medios y manejando las marionetas que él mismo dejó instaladas en el poder (Irene Montero, desde luego, pero también Belarra o Echenique, ese personaje siniestro que últimamente parece empeñado en que rueden cabezas por cualquier causa aunque la suya siga sobre los hombros después de descubrir asuntos tan feos como el de la asistenta no dada de alta) para seguir impartiendo ese magisterio que salpica todo el articulado de su peculiar catecismo: la crispación, la bronca, la discordia y el permanente enfrentamiento.

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